martes, 27 de mayo de 2008

My way.


A la radio llaman todo tipo de personas. Cuando el discjockey es amigable, esto se hace un rito u obligación casi eclesiástica para el público que, con ánimos o a la fuerza, escuchan el segmento de la hora. El teléfono que dispuso la empresa es, sin duda alguna, el nexo más cálido entre oyentes y locutores. Sentir la voz de alguien que está escuchando y apreciando tu trabajo, intuyo, debe ser genial. Claro, todo esto si las intenciones del radioescucha son buenas y nada ofensivas ni degradantes. Lo que me he dado cuenta, estando tras los micrófonos, es que a los conductores de distintos espacios musicales les sube el ánimo conversar unos segundos con gente de sanos argumentos y con algún pedido musical simpaticón, y les tiene despreocupados los incoherentes y absurdos comentarios de personas que no tienen nada interesante que hacer a parte de molestar.

Cuando no estoy en alguna grabación de un spot publicitario para colgarlo en el horario pautado, estoy en la cabina de la radio intentando aprender el manejo de los programas que se utilizan para salir al aire y el sistema de secuenciación y orden de las canciones a tocar. Usualmente estoy en el segmento de Sonia, con quien creo he adquirido una facilidad incontrolable para hablar y buscar los temas para cuadrar la tanda. Ella siempre contesta el teléfono con la melodiosa voz que la caracteriza y toma en cuenta los pedidos musicales de los oyentes. Algunas veces llaman de buena onda y otras con intenciones no tan agradables.

La estación tiene un formato de música selecta espectacular y el público objetivo son los adultos que gustan de música buena y fácil de escuchar (cherry). Es por eso que yo soy el chiquillo amateur, el jotita del equipo, el fundador de la guardería, el bebé del estudio. Todos los días aprendo algo nuevo referente a la música y al trabajo en radio, eso me tiene embelezado y a veces desconcertado.

Hace unos días sonó el teléfono y Sonia contestó. Le escuché decir un: “sí claro, cuéntame”. Le escuché mencionar a Frank Sinatra y le percibí los ojos como desorbitados, sorprendidos y ella al borde de un desmayo. Colgó rápidamente, habló en el espacio que le tocaba hablar y, sin dudarlo dos veces, me comentó la historia novelesca y nada común de una señora de 63 años.

La señora Fernanda pidió una canción: My way, en la voz de Frank Sinatra. Dijo que le trae infinidad de recuerdos de sus años mozos y comenzó a contar su historia. Los primeros días de mayo se encontró, en un supermercado miraflorino, a un señor de pelo blanco y alto. Tardó unos cuantos segundos en reconocerlo. Él, según ella, la reconoció al instante. Con algo de temor se preguntaron de dónde se conocían. Se miraron bien. Ya no eran los jóvenes enamorados de 20 años.

Manuel y Fernanda habían sido enamorados en la década del 70. Él fue su primer novio, su primer amor, su primer todo. Rompieron su relación porque ambos tenían que viajar a distintos lugares y vivir en casi polos opuestos. Ella le escribió un par de cartas, él no las recibió nunca. Tienen unos cuantos amigos en común y se habían visto por foto unas cuantas veces. Este año, como ya dije, se encontraron después de 35 años, se pidieron sus respectivos teléfonos y, aunque parezca chistoso, también sus e-mails. Conversan frecuentemente. Él está casado y ella es viuda. Ambos son abuelos y a ambos les fascina Sinatra.

La semana pasada han salido juntos a cenar. Se han dicho cosas dulces y también melancólicas. Manuel le ha dicho que no es feliz con su esposa, no siente lo mismo. Fernanda se ilusiona como una quinceañera con medias cubanas y bincha rosada cada vez que escucha esto. Sabe que en parte está mal, pero algo dentro de ella le dice que aun existe un sentimiento entre ambos. Ha llamado a la radio pidiendo la que era su canción y para conversar con Sonia un par de minutos. Ambos nos quedamos pensativos y la pregunta que se nos vino a la mente fue: ¿Eso en verdad será posible? ¿Cómo será?

Esta historia me hace recordar un par de libros que tratan temas similares: ‘La amigdalitis de Tarzán’ y ‘El amor en los tiempos de colera’. Si bien ambas son historias distintas, tienen en común un amor (o supuesto amor) que atraviesa, con infinidad de dificultades, las barreras del tiempo y problemas de terceros.

Surgen un sinfín de preguntas e incógnitas de cómo seremos de ancianos. Qué pasará en nuestra vida sentimental y en qué estaremos metidos en esos años.

Me he imaginado como cuarentón, pero jamás como un ente de la tercera edad. Creo que ya es muy lejano como para pensar en algo así. Por ende, tampoco me he imaginado como es que podría ser el sentimiento amatorio en edades avanzadas. Debo intuir que, al igual que Fernanda y Manuel, también puede estar lleno de ilusiones un tanto gastadas y poco reales. Que quizás el sentimiento se vuelve una costumbre en dignos casos de intromisión de los familiares. Qué sé yo.

No creo imaginarme que habrá sentido Manuel al ver a su Fernanda, un tanto arrugada y con el cabello pintado en Amarige, con la ropa comprada en Saga y la billetera con tarjetas de todos los colores. Tampoco tengo la más mínima idea de cómo se habrá sentido ella al verlo con el cabello totalmente blanco, con el terno de Armani, con las llaves de un BMW y aplicándole sonrisitas de viejo verde a las meseras licenciosas de algún restaurante de alcurnia y abolengo. Cómo se habrán sentido al escuchar ambos un disco de Frank Sinatra y decir que todo lo que hicieron lo hicieron a su manera. No a la de otros, solo a su manera.

En cuanto a mí, francamente, no recuerdo mucho a mi primera enamorada. Tengo una borrosa imagen de cómo era, unos pocos recuerdos del tiempo que estuvimos, las agarraditas de mano y lo tortolitos que parecíamos. La diferencia es que, lamentablemente, mi primera enamorada no fue mi primer amor.

He tejido una teoría sobre lo que haría. Primeramente, no creo que tenga un terno de Armani ni las llaves de un BMW. Quizás esté con un terno ‘ÉL’ y, con algo de suerte, las llaves de un Toyota. En el momento que me encuentre con mi antiguo amor (aunque no sé si esté bien usado el termino amor), intuyo la saludaré y le diré, cínicamente, que se ve joven, que su pelo no parece pintado y que aun conserva la figura de quinceañera. Todo en son de paz. Con un cariño inocente y nada libidinoso.

Hablando en serio: No creo que me metería la santurrona ilusión del pasado. Espero mantener la poca cordura y decencia que me queda para, si llegara el caso, poder separar lo que es un recuerdo de un sentimiento. Quizás el tener un reencuentro amoroso y luego tormentoso, no es nada saludable a esa edad. Si la soltería pregona su presencia por esas épocas, también habría que pensarlo. Si el matrimonio hace gala de su existencia creo, fehacientemente, que es mejor no jugar con fuego de antaño. Lo pasado es un recuerdo que no necesariamente tiene que olvidarse sino, concientemente, diferenciarse de un posible renacimiento del gastadísimo amor .

La novela se torna siempre en una incógnita al hablar de algo que no ha pasado. Yo no sé cómo reaccionaría al ver a mi primera enamorada después de 35 años. Espero, sinceramente, hacer todo lo que dije en párrafos anteriores. Espero Fernanda y Manuel tengan cuidado. Pero, al fin y al cabo, es su vida y al ser así, pueden vivirla a su manera. No a la de otros ni de todos. Solo a su manera.

¿Qué dicen?

La amigdalitis de Tarzán, libro de Alfredo Bryce.



My way, en la voz espectacular de Frank Sinatra.

domingo, 18 de mayo de 2008

¡Cómo hemos cambiado!


En la avenida Javier Prado, a unas cinco cuadras de mi departamento, está la peluquería de Walter. Él no es ni estilista ni peinador. Es peluquero. De esos antiguos y nada amanerados. De esos que, sin desparpajo alguno, mantienen la camisa desabotonada en la parte superior. De esos que, con gran entusiasmo, ven los apoteósicos encuentros futboleros peruanos mientras cortan los sobresalientes cabellos de toda clientela molinense. Comencé a ir a su local hace varios años. Si no me equivoco, desde que estaba en primaria. Mejor dicho: desde que me mudé a la casa en la que actualmente vivo. Mi primer corte, por obra de los profesionales que laboran en el lugar, fue un nada estilizado y cachaciento corte escolar. En el colegio siempre me exigieron tener el pelo corto, ordenado y muy bien peinado. Jamás tuve problemas con eso ya que, después de un tiempo, tuve la sana y firme decisión de tener un estilo casi de calvo. Pasando luego por una biblia abierta sobre mi cabeza, una raya a la izquierda y hasta un par de mechones parados en calidad de clandestinos y erectos cachos.

Esta semana acudí a atenderme en la peluquería. Me fastidiaba un poco el cabello en las orejas, el cerquillo me jodía y trataba de dominar mis dos remolinos chúcaros, con un poco de agua. Es común un diálogo inicial antes del corte. Después del saludo y la colgadera de la casaca en un ganchito de madera, se procede a los cuestionamientos de siempre. En todo caso, entendí que son interrogantes que solo se suscitan con este desgreñado cliente (Yo).

-Hola ¿Cómo te corto hoy? – me dice mientras me pone el protector sobre la ropa.
-Como siempre – respondo yo.
-Es que contigo ya no se sabe. Has cambiado – suelta una carcajada y comienza con las tijeras.

Me confiesa, mientras me hace un corte en degradé y medio entresacado, que con el pasar de los años, he sido victima de certeras metamorfosis. Me recuerda que desde hace mas de diez años voy a su local y he tenido varios cambios de look, unos cuantos cambios de carro, que leía Condorito y ahora Caretas y que, por los avatares económicos del tipo de cambio, aún le debo 15 soles por un corte del año pasado. Me cuenta también que ha visto miles de clientes y miles de cambios en ellos. Que ha pasado de peinar a sus obras finales con una elegante raya a la izquierda o un interesante peinado hacia atrás, a peinarlas todas hacia arriba y con un poco de gel para que se vea a la moda. Que la gente cambia tanto como cambian de corte. No cambian ni de cabello ni de cuero cabelludo, solo de corte y a veces de peinado.

Regresaba a mi casa caminando y pensando en lo que me había dicho. Eran palabras totalmente ciertas. Todos cambiamos, maduramos, envejecemos, retrocedemos y avanzamos en distintos aspectos. Gustos, costumbres, moda, forma de hablar, teorías, pensamientos, etc.

Mi introspección me trajo grandes recuerdos. Algunos chistosos y otros como para sonrojarse. Dignos de un capítulo de Los Años Maravillosos en el que Kevin cuenta sus peripecias tiritantes en el colegio y su vida párvula. A mí, me pasa a menudo. Pienso en que momento le perdí el hilo a los dibujos animados y comencé a ver a Jaime de Althaus o a tener deseos oníricos con Cecilia Valenzuela. Eso puede ser que sea madurar o estar al tanto de las noticias pero, es una metamorfosis al fin y al cabo. No sé como fue que en vez de cantar las canciones de Karina y Timoteo, veía las piernas de la dulce animadora y pensaba en degollar al dragoncito verde. Las hormonas pueden ser la explicación y una excusa muy viril para sustentar este pequeñísimo cambio.

He cambiado de gustos también. He pasado por varias sesiones de lavado cerebral y una que otra puya por mis gustos. Recuerdo que he propiciado funestas escenas de baile en las que las agitaciones y el asma me jugaban unas malas pasadas. He cantado algunas canciones del grupete de niños salserines y hasta caí, con un amigo del colegio del cual no mencionaré ningún dato por su bien social, en un concierto de ellos en una feria en épocas de vacaciones.

De pequeño me interesaba mucho el qué dirán y el qué pensaran. He hecho cosas tan ilusas como falsear mi forma de ser para no pecar de raro. Me gustaba el verano porque estaba de vacaciones y no tenía que despertarme a las seis de la mañana para ir al colegio. Ahora detesto los meses veraniegos y aun me cuesta levantarme temprano. En la escuela no me gustaba leer los libros que nos dejaban, incluso renegaba de la lectura obligatoria. Ahora, leer es un pasatiempo genial y del cual no pienso separarme nunca.

Mientras asistía al colegio tenía una afinidad con las opiniones de la mayoría de los docentes de religión. Rezaba, iba a misa, pregonaba ciertas palabras eclesiásticas y realicé la confirmación por voluntad propia. Esto ya no es así. No me considero católico, no creo en las religiones, no comparto la idea de la misa y creo que tampoco los pensamientos de mis antiguos profesores. Esto de todas maneras es un cambio muy personal. Quizás radical y energúmeno pero, sin temor a equivocarme, muy sincero.

Tengo claro que mis pensamientos no son los mismos de antes. El que haya madurado, aun está en discusión. Es quizás la misma convivencia día a día la cual me cambia. Es aquella la que me enseña cada momento cosas buenas y felices, y otras enervantes y purulentas.

Es que todo cambia y todos cambian, y el que diga que no, que tire la primera piedra. Cómo me iba a imaginar que el baile pecaminoso y erótico de la lambada iba a ser suplantado por un perreo grotesco y casi pornográfico. Debo pensar, inocentemente, que la gente varia su comportamiento conforme la sociedad lo hace. Que las personas maduran conforme su círculo también madure.

Los cambios son algunos banales y otros importantes. Tan personales como ajenos y tan jodidos como placenteros.

En años anteriores la selección peruana de fútbol era un poco más respetada. Ya hemos perdido toda la confianza en nuestros congresistas. El tiempo nos ha hecho más fríos y hasta los niños se saben el lema de: otorongo no come otorongo. El Perú, en todo sentido, no es el mismo de hace 10 años. Lima, en general, no es la de hace una década ni como la de hace dos, es como la de ahora. Por lo tanto la gente, los peruanos en general, no somos los mismos de hace tiempo, somos como somos ahora. Seguimos con cosas iguales, con características que nunca cambiaremos, con el sello nato que todos tenemos. Los peruanos de ahora no vivimos preocupados por el toque de queda, los coche-bomba, los apagones y la falta de seguridad frente al terrorismo. Eso, a buenas cuentas, es cambiar.

Las pretensiones de cambio ciertamente son urgentes en algunas ocasiones. No es ni lema político ni spot publicitario, es tan solo una opinión. Es como ir a la peluquería cada cierto tiempo. Cada uno, en una suerte de catarsis, sabe que cambios ha tenido para bien y cuales para mal. Yo, particularmente, he tenido varios y los seguiré teniendo. Yo soy el mismo, pero a veces cambio de cortes y peinados.

¡Cómo hemos cambiado! ¡Cómo hemos cambiado!

[LA CANCIÓN ES HORROROSA PERO DE AHI SAQUÉ EL TITULO DEL POST. YA NI ME IMPORTA LO QUE PIENSEN, HE CAMBIADO. LA PRÓXIMA ENTRADA INCLUIRÉ UN VIDEO DE ARJONA Y LUEGO UNO DE TULA Y SU CLICK.
PRESUNTOS IMPLICADOS - CÓMO HEMOS CAMBIADO. ]

domingo, 11 de mayo de 2008

Carta a mi madre.



Estimada mamá:


Tengo las ganas suficientes para escribir algo y no se me ocurren muchas cosas. Debo comenzar esta pequeñísima carta diciéndote que, hace cinco minutos, estoy sentado en mi escritorio, con la espalda derecha, la laptop a una distancia moderadamente decente y tengo puesto los lentes que, a veces, uso para leer. Por eso, te pido por favor, no te preocupes. Estoy abrigado, tomando una infusión tibia para calmar esta jodida tos y ya tomé la pastilla que me recetó el médico.

Hoy, después de unos meses, estoy mostrándote aquello que incontables veces me has pedido: mis escritos. Mis letras, ordenadas en párrafos cibernéticos y leídas por inquisidores y desconocidos comentaristas, están haciéndote una suerte de homenaje y un cariñoso gesto para intentar, por lo menos, saludarte de una manera poco convencional.

Las veces que te he saludado por el día de la madre, debo intuir, fueron siempre iguales. Eso no desmerece mi saludo, creo yo. Pero si le quita una dosis de improvisación e imaginación al hecho. Recuerdo que siempre ha sido un abrazo, un beso y un Feliz día. Un regalo comprado, o algún detalle escolar hecho con las propias y angurrientas manos de tus hijos.

Me trae gratos recuerdos el pensar en nuestra familia. Yo, el mayor y desordenado. Tati, la responsable y la hermana sanguche. Marcia, la farandulera y la menor. Mi padre, el ejemplo de padre y el hombre de los pantalones (en la fábrica). Tú, ejemplo, grato y a seguir, de madre y claro, la mujer de los pantalones en la casa ¡Hemos pasado tantas cosas ma! Se que me comporto como un niño en ocasiones. Que no puedo tender mi cama por el síndrome de la flojera matinal que, sin duda alguna, se agudiza los fines de semana y los feriados. Y tu, madre abnegada, me refriegas eso en la cara cada vez que deseo jugarte alguna bromilla. Eres una bandida.

¿Recuerdas las veces que hemos discutido? Yo tengo a la mano algunas, pero no se me viene a la cabeza la razón de estas. Creo que hace mucho que no lo hacemos y eso me encanta. Discutir no es saludable ni a tu edad, ni a la mía. Siempre he sentido que se nos hace muy difícil discutir. Tienes una forma espectacular de mostrar tu largo coraje por dos minutos y medio, buscarle una solución en tres y dar el tema por concluido en cinco. Quisiera ser como tú. Definitivamente como tú.

Te cuento que estaba en la radio y Alfredo me preguntó si tenía madre. Le respondí que sí. Él, con un cierto aire de bondad, me dijo textualmente: “No sabes la suerte que tienes hermano. Yo perdí a la mía hace poco y ahora no sabes como la extraño”. Las palabras me dejaron en un estado de coma profundo. No pronuncié palabra alguna y me imaginé tu rostro fuera de mi alcance, tu voz, lejana y borrosa, y tus brazos cerrados esperando a un Dios que en algún momento quizás deba recogerte. No creo que podría vivir con eso. Quizás pase, quizás no.

¿Recuerdas que de niño, enano y mocoso, te seguía a todos lados? No te dejaba ni ir al baño creo. Es que siempre has estado ahí, para todos tus hijos y de vez en cuando para mi padre (broma, para todos igual). Debo también agradecerte miles de cosas. Miles. Por ejemplo, hace varios años mientras comía un turrón de maní, comencé a toser y a ponerme rojo. Me había atorado con el dulce malévolo. No podía respirar y mi color ya estaba cambiando. Ahora tenía un color azul que, sin lugar a dudas, era cada vez más angustiante. Me presionabas el estómago con el fin de poder expulsar el trozo de golosina que se había quedado atascado en mi garganta. Al final, ya casi desmayado, pude respirar y dejar fuera al maldito turrón de maní y evitar así que los bomberos me abran la garganta para poner un tubo y poder respirar. Gracias por eso mamá. Sacaste fuerzas de no sé donde. Solo debo reclamarte que me dejaste doliendo los abdominales por un par de semanas y marcaste mi piel con tu pulsera de plata.

Debo agradecerte madre por apoyarme en todo. Tengo claro que aún te cuesta asimilar la idea de mi deserción a la vida de ingeniero industrial. Pero aún así, tu apoyo es siempre incondicional. Al menos lo siento así. Siento que te interesan las cosas que hago, que me exiges ciertas cosas porque sabes que puedo hacerlas, que me quieres a pesar de mis majaderías de chiqui-viejo y dudosamente maduro. Que te hubiera gustado tener un hijo que se peine y que le guste la aceituna negra, que baile unas cuantas canciones en tu cumpleaños, que haga ejercicios, que haga música más decente y que maneje por las calles sin maldecir a todo el mundo.

Hay tantas cosas que no te digo. No se si es por maricón o por un pánico escénico, inventado por mi mismo. No tengo la más mínima idea. Solo te pediría que sigas así. Que cuides tu pelo y te lo planches más a menudo. Que ya vayas cerrando un poco los escotes. Que sigas pensando en toda la familia y en los demás. Que nos sigas queriendo. Que… que… que… no mueras nunca, que tu mirada sea para siempre y que el siempre sea eterno. Sonriamos como lo hacemos entre nosotros, con complicidad y con cariño. Gastémonos todo tipo de bromas. Dejemos correr lágrimas cuando sea necesario, no cuando lo estemos sintiendo, sino cuando sea necesario.

Cuando pienso en el futuro y, entre las opciones que pongo, me veo como padre de familia, sin duda alguna me gustaría criar a mis hijos como tú y mi padre lo han hecho (y aún hacen) con nosotros. Es verdad, tengo muy en alto el nombre de ambos y el tuyo un poco más. A pesar que manejes y hables por teléfono con alguna mercaderista, sé que eres responsable. Lo sé.

Nos has enseñado un amor entre hermanos incondicional. Tú, con el ejemplo de protección y preocupación por los tuyos, has dado en el punto clave para entender lo que es ser hermanos. Siempre atenta a mi tía Julia, Silvia, Ramón. A pesar que las anécdotas que nos cuentan mis tíos siempre te hacen quedar como la santa paloma de los cuatro, yo sé que tenías tus travesurillas de mocosita inocentona (¡anda acéptalo!). Si supieras las cosas que me ha contado Silvia María y las historias que narra tu mamá.

Tantas y diferentes formas de decir lo que pienso madre. Todo para decir que te quiero, te queremos, te amo, te amamos.
Me encantaría ver tu rostro mientras lees la cartita melcochona. No podré. Seguro estás sentada en tu escritorio, con la computadora a una distancia completamente ergonómica, con la espalda erguida y con los lentes que siempre usas para leer. Espero madre seamos siempre así. Y sino es así, recuérdamelo.

Gracias y muchas más. Gracias por la felicidad de tenerte. Gracias por ser tú.

Un beso, un abrazo.

¡Feliz día!

Te quiero.

César.

domingo, 4 de mayo de 2008

La vida no es sueño.


Es domingo por la mañana y ando con un ligero dolor en la espalda. No es gran cosa, es tan solo un pequeño malestar por no dormir correctamente. En todo caso por no dormir en una postura correcta y saludable. Me encuentro también con una despreciable, pero bastante jodida, congestión nasal, la cual me hace gastar cantidades incalculables de pañuelos de papel. Por estas cosas es que, la noche que acaba de pasar, estuve dando volteretas como un insomne profesional, con los síntomas que tendría un noctívago amarrado una madrugada en su cama y, no es por exagerar pero, casi llego al punto de dar gritos y distintas clases de alaridos pidiendo auxilio. En resumen: no dormí bien.

No suelo tener problemas a la hora de dormir. Sé que no duermo temprano, pero eso se justifica con un argumento claro y osado. Estoy desempeñándome en otras labores aparte de mis trabajos regulares y medianamente formales. Por ende, la hora de dormir se me hace un tanto lejana por las noches.

El soñar con los angelitos, en este resignado blogger resulta una utopía. No soy de aquellos que vive una historia novelesca mientras duerme. A pesar que, en repetidas ocasiones, he escuchado la teoría que afirma que siempre se sueña, pero a veces no lo recordamos al momento de despertarnos. Yo mantengo la idea que no tengo el chip de los sueños muy bien adaptado a mi sub consiente, y es por eso que recuerdo solo unos cuantos de estos. Unos inocentones y otros un tanto febriles.

Tengo amigos, amigas, familiares y conocidos que, sin desparpajos, comentan sus sueños y las historias que su cerebro creó mientras dormían. En esas ocasiones me quedo totalmente mudo y solo atino a abrir mi boca en señal de asombro. Los ojos los pongo saltones para denotar un cínico interés y hasta pregunto detalles para seguir aparentando que me importa la historia ficticia que me cuentan.

Hace unos días hablaba con un amigo músico quien se caracteriza por sus peculiares manías. Jorge duerme poco de noche. Me cuenta que se acuesta aproximadamente a las cinco de la mañana y se levanta pasado el mediodía. Todos los días es igual. Argumenta que es porque entre las presentaciones, las grabaciones, las giras y demás, se ha acostumbrado a acostarse tarde y a despertarse a horas poco decentes. Cada vez que nos encontramos me narra, con lujos y detalles, los artilugios que su cerebro, victima de la fantasía, maquinó para darle solución a la trama de su sueño. Se ha peleado con terroristas y los ha matado con una bomba hecha a base de alcohol, un poco de arena, pólvora y unas plantas ancestrales de la selva. Ha viajado a la luna y ha intentado tomar fotografías de la tierra desde aquel satélite. Incluso recuerdo que me contó una historia que bien parecía denotar un claro complejo de Edipo, muy incestuoso y sórdido.

La intención que a veces tengo por soñar algo, me trae pesadillas angustiantes y nada simpáticas. Me acuesto pensando en cosas sugestivas y con ganas de tejer una historia fantasiosa mientras duermo. He pronunciado frases que me aconsejó mi abuela para poder dormir y recordar lo vivido en tierras de Morfeo. He visto películas de terror para tener pesadillas y recordarlas cuando despierte, a pesar que esto va en contra de mi sana rutina frente al sueño.

Recuerdo una vez en la que soñé algo nada agradable. Fue una pesadilla al fin y al cabo. Me encontraba solo en un campo desértico. Sin agua, con la ropa rasgada y sucia. No sabía que hacía por ahí, corría alejándome de un animal gigantesco y con seis patas. Sentía que mi vida corría peligro y no tenía donde esconderme ni como apaciguar las feroces ganas del animal este. Desapareció y encontré un funeral en pleno desierto. Me acerco cauteloso, nadie me veía. Estaban familiares, amigos, conocidos y extraños. Me acerqué al ataúd, abrí la ventanilla de este y me di con la sorpresa que estaba echado ahí. Inerte, pálido, con algodones en la nariz y boca. Desapareció todo esto y volví a correr. Me perseguía nuevamente el mutante endemoniado. Encontré una cueva y me escondí. Pensé que no me atraparía. Me atrapó, me vio a la cara. Era como una persona gigante pero con rasgos de orangután. Yo, un vil insecto que era casi microscópico al lado de él. Me tomó de los brazos y me sacudió como un pañuelo en son de paz. No le pesaba nada. Me soltó y caí como una pluma. Volví al funeral y ya no estaba yo. Era otra persona, mis padres, mis amigos, mis conocidos y mis extraños, le rezaban y lloraban a otro. Me vi sentado en una silla al fondo y me desperté.

Nunca lo entendí, nunca lo analicé. Simplemente pasó y mi interés casi nulo por el significado de los sueños, me llevo a archivarlo solemnemente en mi tan vilipendiado baúl de recuerdos.

Me han preguntado sobre qué temas me gustaría soñar. Quisiera tener un sueño en el que sea algún personaje de mediana credibilidad. Que tenga 45 años y haya pasado por el examen urológico sin mayores traumas. Me gustaría fantasear con alguna muchacha de la televisión. Encontrarme en la película bajos instintos y estar frente a Sharon Stone mientras ella cruza las piernas. O inmiscuirme en el estadio del Barcelona y jugar haciendo una dupla con Ronaldinho. Cosas así. No meterme con monstruos amorfos y de caras tenebrosas. Eso me resulta peor que ser panelista de Laura Bozzo o estar viendo el canal 11 y que salga Susana Diaz en reemplazo de Lucecita.

Mis sueños, aunque son contados, igual interesan poco. Mi madre, Pamela, mi tía y uno que otro amigo, me cuentan sus sueños. Sueñan muy a menudo y lo hacen con una intensidad que pareciera que afectara a la realidad. Creo, sin duda alguna, que si los sueños afectan a la vida real es conveniente y de carácter urgente visitar a un psicólogo. Sin embargo, el soñar tampoco es del todo placentero. Tengo entendido que cuando uno sueña, el relajo que debería causar este acto se va al carajo, y las ganas de seguir durmiendo vienen rápidamente al sentir que no se ha descansado siquiera unos minutos.

Ya dije mis sueños ¿Ustedes tienen sueños? Si son eróticos o de carácter pornográfico, imploro no adjuntar fotografías, no dar detalles y dejar a la imaginación ciertas cosas. Si son dulces, favor no extenderse y poner los pies en tierra. Y si son raros, vayan a un psicólogo o abran un blog de carácter personal y bien badulaque.
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