domingo, 22 de febrero de 2009

¡Diccionario, diccionario!


-¿Eres ateo?- me preguntó Cielo.
-¿O agnóstico? –preguntó Gladys.
-Pues… -y enmudecí por unos segundos.
-Diccionario, diccionario –gritó Cielo y se levantó para traerlo.

La conversación había sido interesante hasta ese punto. Habíamos reído a carcajadas sobre las peripecias que pasaron las cuatro amigas en el avión que las trajo, de México, a Perú. Hablaban de unos greñudos, melenudos, bípedos indecentes, rockeritos andrajosos, que las acompañaban en el vuelo y ellas, con el promedio de edad mayor a los 50, temían que fueran delincuentes aéreos que bien podrían protagonizar alguna de esas escenas de ‘Fuerza Delta’ o, en su defecto, un ataque similar, o peor, que el de las ‘Torres Gemelas’.

-Bueno, creo que existe. Pero de ahí a venerarlo, rezar y pensar que todo lo que pasa en mi vida depende de un dios, no creo –le respondí.
-Entonces gracias a Dios que eres ateo –me dijo sonriendo y despertando carcajadas tímidas en mis tíos y abuelos.
-Sí, creo que sí –dije dubitativo mientras todos me veían sorprendidos-. Aunque, ahora, pensándolo bien, no estoy seguro si exista dios o Dios, con mayúsculas.

Siguieron hablando no se de qué. Intuyo escuchaba las voces mas no las palabras. Supongo que me buscaban la conversación sobre algo y yo, piernas cruzadas y copa de vino, horroroso, en mano, asentía cual niño castigado afirmando todo. Me fui de la conversación.

-… oye y ni que te escuche tu bisabuela que le da patatus –dijo Cielo.
-Ha ido a misa a rezar por estas almas encaminadas por el lado oscuro de la luna –dije.
-Ahora, en un rato, ya están de vuelta –culminó Gladys.

Me fui, otra vez, de la conversación y pensé muy bien en lo que había dicho. Acababa de negar lo que por más de 20 años me habían inculcado con moral, ética, religiosidad y un fervor casi, casi, incalculable. Había negado la existencia de un dios

-Y, dime ¿se puede saber por qué no crees en Dios? –me preguntó Cielo.
-Pues, fíjate, yo pensaba que existía y, es más, creía mucho en su omnipotencia y hasta decía que hablaba con él. Pero, ahora, no se exactamente por qué creer que un factor externo, por su gracia y voluntad, vaya a influir en mi vida –respondí con mucha seguridad.
-Es que eso se llama fe. Algo que, al parecer, no tienes – me dijo Gladys-. Te orientas más a lo tangible, a lo concreto, a lo realista y no a lo basado en suposiciones dogmáticas que, en este caso, sería la fe en Dios.
-Quizás –dije.
-Bueno, pero ¿cada quien cree lo que desea no? –dijo Cielo.

Todos estaban hablando de cualquier otra cosa. Nosotros tres manteníamos una conversación fluida, inteligente, mesurada y, sobre todo, tolerante.

-Cuando alguien está mal de salud, muy enfermo, ¿rezas? –me preguntó Gladys.
-No, no rezo.
-¿Y tienes esperanzas? –insistió.
- Pues no es que tenga, o no tenga, esperanzas; es tan solo que supongo que para eso existen los médicos, las medicinas y la voluntad propia.
-Pero influye que tengan fe en que todo saldrá bien –dijo Gladys.
-Bueno… -dije haciendo un gesto de incredulidad-. Puede que influya la tranquilidad y esas cosas, para dar seguridad y quitar un poco los nervios en momentos difíciles.
-Y, dime, ¿qué opinas de los milagros? –me preguntó Cielo.
-Pues… - y, como todo un tonto, enmudecí otra vez-. No he leído lo suficiente como para afirmarlos. Existe la estadística y probabilidad. Si algo ya ocurrió, por lo menos una vez, ya no es imposible.
-¿Imposible o improbable? –preguntó Gladys.
-Diccionario, diccionario –dijo Cielo levantando los brazos.

Y reímos mientras buscábamos en el diccionario la diferencia entre ambas palabras. Y quedamos en que no tocaríamos el tema. Y confirme que, sin temor y sin dudas, soy un ateo, o agnóstico, conocido y confeso.
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