Cuchillo inocuo
Y es que era pequeño, joven, inocente, niño, párvulo, medio sonso, un poco nerd, fracasado, bipolar, llorón, enamoradizo, nervioso y torpe. Quería ser jardinero, bombero, médico, policía, superhéroe, veterinario y basurero. Ahora quiero ser escritor. Lo cual, creo, no se aleja mucho de mis características ni de mis pretensiones infantiles. Salvo la idea de la felicidad para todos y el bien para el mundo, en lo cual ya no creo.
No me interesa cambiar el mundo porque, simplemente, no se puede. La raza humana me defrauda cada vez que saca uno que otro imbécil como líder de opinión o presidentes con ideas trasnochadas, medievales y retrogradas. Qué puedo hacer con eso sino tragarme la saliva agria que guardo todos los días y escribir, como digno baboso, todas las noches, para evitar fatigarme pensando en qué demonios debo hacer para transformar el planeta y hacerlo mejor para mi descendencia que, dicho sea de paso, no estoy seguro si tendré.
Duermo en posición fetal, con el ceño fruncido y nunca relajado. Pensando siempre en que debo redactar algún texto, unas líneas miserables, unos párrafos agresivos que sean un puñal al corazón o al ojo de personas que me resultan vomitivas. Escribo para sentir que puedo expresarme, que soy algo o que pretendo serlo, que busco convertirme en otra cosa aparte de llorón. Busco la palabra perfecta para la poesía y construir un poema descarnado, melancólico, lúgubre, sombrío y plomizo. Trato de idear argumentos sobre mi vida porque me gusta destriparme y tengo el vicio, huachafo, de ventilar algunas cosas por placer, gusto o desdicha.
Guardo sentimientos, miedos, pensamientos insensatos, gustos raros, culpas y muchas otras cosas. Todos se juntan cuando escribo y afloran procacidades a fuego abierto. Surgen unas ganas de apuntar dardos venenosos a algunos cuellos vírgenes, lanzarlos con un escupitajo caliente y vaciar en ellos una serie de putrefactas sustancias que hagan recapacitar o simplemente les cause una muerte dolorosa, como la que vivo cada día frente al computador, el teléfono y en la calle.
Necesito de las letras como necesito de comer, del café amargo y tomar pastillas para dormir. Requiero de escribir tonterías para olvidarme del dolor de cabeza que siento todas las semanas y que el Naratriptan ya no me calma. Escribo para frenar sentimientos de culpa que veo todos los días, en mi mejilla, en mis narices, a mi costado, en mis manos.
Entonces concluyo siempre en lo mismo: escribir es inútil. Es como masturbarse. Es un fin egoísta, vanidoso e incluso hedonista. La poesía, estoy seguro, no me llevará a ningún lado y no cambiará a ni un solo ser mas que a mí. Me proporcionará las fuerzas que necesito para dejar lo real por un instante, aburrirme de los seres humanos, sudar versos intensos y soñar, lo cual nunca he hecho. Las narraciones simplemente me mantendrán en estado de coma eterno, para no sentir que pasan los años y yo seguir siendo el mismo llorón, escritor de cuarta, posero de esquina intelectual, florero filológico.
Debo devolverme la valentía, las pelotas que tenía antes, para hablar con franqueza y no andar con medias tintas. Debo ponerme los pantalones para construir mejores textos y con mayor dureza, sin importarme quiénes lean mis líneas y quiénes me insulten sin leerlas. Estoy sentenciado a envolver basura entre palabras bonitas y sarcasmo de mal gusto. Estoy destinado a que eso me guste y a querer vivir, comer y gozar con eso. Estoy condenado a escribir; ya no para cambiar el mundo, sino para que el mundo no me cambie a mí.