lunes, 28 de abril de 2008

Las cosas como son.


Cuando tenía 13 años aproximadamente, en una reunión familiar, una tía me dijo algo que, sin temor a equivocarme, ha sido una suerte de karma lingüístico o una maldición para la cháchara y la tertulia un tanto esnob. Recuerdo que habían estado hablando sobre sexualidad y sobre los métodos anticonceptivos. Yo, con mi usual sinvergüencería, metí mi bocota afirmando ciertas teorías. Mis padres creo que no se sorprendieron, no era raro verme conversando con los añejos familiares en una mesa y tocar temas que bien se asemejan a la politiquería peruana. Por el contrario, era raro verme correteando y rompiendo cosas por doquier. Es en esos momentos, de comilona y parloteo, en que mi tía me dice que: soy un viejo conversando y no tengo pelos en la lengua. Luego me explicó porque pensaba eso, porque tenía esa idea, porque tiranizaba a mi lengua y la proponía como puntiaguda e indecente. No me quedaba claro pero, a mis pocos años, trataba de entender su argumento. Comprendí que era porque no ando con rodeos a la hora de decir las cosas y no me incomoda tocar todo tipo temas.

Digo que es un karma porque a veces no me ha resultado favorable el expresar todo lo que pienso. Mejor dicho: expresar todo lo que pienso con crudeza, con una dosis de frialdad y una pisca de irreverencia. No me gusta el estar dando vueltas sobre un tema. Las cosas cuando se tocan claramente son más entendibles. Guardo siempre el tino, pero esto no quiere decir que no sea directo. Incluso me he dado cuenta que cuando le he dicho alguna malacrianza, o algo subido de tono, a alguna chiquilla que frente a mí pulule, no me han contestado con una cachetada ni con una mirada de asco. No tengo idea si es por pena o es porque importa más la forma cómo se dice el mensaje que la propia esencia de éste.

En esta semana han pasado ciertas cosas que bien podrían reflejar estos comportamientos. Mientras Pamela y yo veíamos televisión, dije algunas cosas que no resultaron cómodas. Debo haber dicho algo un tanto libidinoso al ver a la colombiana que conduce un programa en el canal 11, quizás le dije una que otra broma que no fue de su agrado o de repente manifesté que quería ver el partido de futbol y no la película melcochona que estábamos viendo. Sinceramente no recuerdo pero, sin lugar a dudas, me quedó claro algo: hay palabras que algunos están acostumbrados a escuchar y otros no.

Yo tengo presente que a veces mis pensamientos son un tanto extraños y pues no ando con ideas ilusas sobre cosas de la vida, el trabajo, la familia y hasta del amor. Los dimes y diretes me llegan y las frases llamadas cliché me enervan al punto de maldecirlas y desterrarlas de mi disco duro.

A raíz de estas situaciones me puse a pensar en mi pasado. Sé que ahora, algunos amigos y amigas, se estarán riendo y estarán diciendo frases un tanto peyorativas hacia mi vida pasada. Pues no puedo negarlo, mi usual descaro traía certeras malas rachas de popularidad. Siempre he corrido el riesgo de ser tildado de faltoso, malandrín, pendejerete y hasta de malicioso. A pesar que cuido lo que digo y cómo lo digo, mi transparencia y mi poca censura es usualmente mal interpretada. Tengo unas cuantas experiencias a la mano y contarlas creo que es adecuado, a pesar que corro el riesgo de seguir siendo catalogado como narrador casi libertino de mis experiencias medianamente íntimas.


[1]
En el 2004, apenas salido del colegio, hablaba con una señora, amiga de la familia, con ideas visiblemente cucufatas. Conversábamos sobre la juventud y el futuro del país. Recién se ponía de moda el reggaetón y me comentó que el baile ese es por demás diabólico y extremadamente erótico. No lo negué. No me gusta el reggaetón, pero no puedo negar que producir esa música solo se le puede ocurrir a alguien con ligeras cercanías al más bajo de los reinos.

Fue en esos momentos en que la señora automáticamente me dice:
-Vamos a misa con tu abuelita.
-No voy a misa –le dije yo.
-¿Por qué?
-Porque no creo en la iglesia, ni en las religiones. Pero si en un Dios.

Bastaron esas frases para que, desde ese entonces, me marcara como un chico orientado al satanismo y a la perdición. Hasta insinuó que era uno de esos jóvenes fornicadores empedernidos. Me reí tanto y sin faltarle el respeto le dije que estaba equivocada. Simplemente pienso que las religiones son separatistas y que la iglesia es más política que teológica. Esto ya fue el cataclismo católico. Me iba a excomulgar. Sacó su envase de agua bendita y comenzó a rosearme de este líquido eclesiástico.

Quizás debí ser un poco más cuidadoso para hablar de ese tema con ella. No estaba acostumbrada a escuchar las cosas que dije. Le sorprendieron y no es para menos. Se escandalizó y me parece comprensible. Ser un angelito nunca me ha sentado bien y ser una persona con una idea formada sobre ese tema me ha parecido siempre correcto.


[2]
El año pasado, en el mes de mayo o junio, conocí a una chica con la cual compartí algunas citas nocturnas y una que otra salida al cine. En las primeras conversaciones que tuvimos le hice saber, por la salubridad mental de ambos, que yo no buscaba nada serio y que su opinión y pensamientos me importaban para no caer en el mal hábito de salir y no saber si estamos o no. Me puso una cara un tanto extraña, creo que le cayó como un balde de agua fría en pleno invierno. Sin embargo sonrió y me dijo que ella también estaba en la misma situación. Simplemente buscaba pasarla bien y no estar atada a ciertas cosas típicas de una relación.

Jamás le mentí. Fui totalmente transparente y no dudaba en decirle las cosas que pensaba. Si me resultaba abrumador o si me resultaba un tanto dulzón. Ella hacía lo mismo. No puedo negar que la pasábamos genial. Conversábamos y nos reíamos, comíamos un par de cosas y nos jugábamos chascarrillos propios de dos tipejos que salen sin compromiso social alguno.

Llegó un momento que por alguna broma mía, esta simpática muchachita me escribió aproximadamente cuatro páginas de una descripción muy analítica sobre mi persona. En una parte incluyó mi estilo de buscar palabras y mi forma de decir las cosas. Me dijo que le parecía frío y calculador. También que soy de las pocas personas que tiene una manera de hablar que puede dejar mudo al otro. Y que lo directo que soy puede resultar, a veces, interesante.

Ella ahora está de viaje y hablamos solo vía internet. Siempre me recuerda esos momentos y lo directo que fui incluso para darle algunas explicaciones sobre mis repentinos e inesperados besos. Ahora, casi un año después, me dice que le pareció extraño ese comportamiento. Me tildó de pendejo y muy osado. Me mandó bien lejos y un par de veces mandó saludos a mi madre. Pero luego se dio cuenta que era mi forma de ser. Irreverente y de lengua filuda me dijo. Yo soy así y así seguiré, nunca cambiaré –le dije cantando-. Ahora me tilda de poco masculino y yo a ella de ingrata y mala criticona de cine.


Es por estas cosas que ahora suelo tener la palabra más filuda que antes. Si no están acostumbrados pues que se acostumbren conmigo. Las cosas claras desde un principio. Siempre guardando el tino. Espero sinceramente que comprendan que mi crudeza y lo directo que puedo ser, es siempre en buena onda. Jamás quiero hacer daño y decir cosas un tanto tendenciosas. Total, si lo digo es porque tengo boca y me encanta hablar. Me gusta aunque, incluso con el blog, pueda ser tildado de narrador libertino de mi vida o, peor aún, que mi vida se vea convertida en el blog.

domingo, 13 de abril de 2008

Llamada en alemán.


En el verano del 2004 retomé las clases de inglés en el Británico. Las dejé porque, según yo, no tenía tiempo entre el colegio, la academia preuniversitaria y los entrenamientos de básquet. El fin de mi retorno era terminar la fase intermedia para así poder graduarme de ingeniero industrial sin ningún problema. Aún no empezaba la universidad y ya pensaba en terminar la carrera antes que atosigarme con la idea de pasar matemática I. El calor me jodía tanto que me daba una fatiga lingüística el hecho de ir al centro de idiomas. Siempre he sido algo aburrido a la hora de salir a estudiar. Nunca he sido el niño bien que siempre iba a clases sonriendo y bien peinado. Era todo lo contrario. El antagonista de la novela estudiantil.

En el salón de clases siempre me sentaba frente a la profesora. Nunca a los costados. A pesar que, a ambos lados del aula, había una serie de ventanas que, según los profesores, eran suficientes para apaciguar el calor y apagar, cual incendio, las calenturas corporales de los estudiantes. En ese salón de clases, en el que el ventilador del techo era poco, o nada, potente, conocí a una chica unos años mayor que yo. Salomé, nació un 24 de julio hace unos 25 años. Por los avatares del inglés y las ingeniosas formas de trabajo en grupo de la profesora, caímos en un mismo clan para devorar alguna tareilla instantánea. Así fue que entablé una conversación con la que se convertiría en mi compinche de andanzas jocosas, profundas conversaciones y unas cuantas filtraciones de lágrimas justificadas.

Hace unos días observé que su nombre figuraba entre mis contactos conectados en el Messenger. No dude en saludarla y preguntarle como le estaba yendo por tierras germanas. Me respondió que bien, aunque andaba con un resfriado un tanto fastidioso. Ya tiene, si no me equivoco, casi un año viviendo en Alemania, estudiando con compañeros teutones y conociendo los lugares más emblemáticos de Europa. Me comentó que tenía algunas cosas por contarme y otras por chismearme. Quería reírse, me dijo. Siempre que hemos hablado por teléfono, ella desde Chaclacayo y yo desde La Molina, hemos terminado riéndonos hasta deshuesarnos de carcajadas. No hablaba con ella desde que se fue del país. Me propuso la atractiva idea de llamarme y hablar como siempre lo hacíamos. La figura no me sonaba nada mal. Siempre es grato conversar con ella. Quedamos en un día en que ambos tendríamos tiempo para hablar, ya que la diferencia de horario impedía que coincidiéramos en nuestros ratos libres.

El día pactado yo tuve cierta premura para ordenar mis quehaceres. No pude aguardar su llamada. Tuve que salir y deshacerme de la idea de hablar con la dark más risueña, y cultural, que conozco. Andaba ciertamente preocupado por avisarle que no estaría, que no se moleste en llamarme y gastar en vano algunos euros llamando a mi ausente persona.

Ese mismo día, luego de unas horas, estaba en la fábrica haciendo las labores de todos los días y sin pensarlo, mi celular comienza a vibrar. Un número desconocido tintineaba en la pantalla blanca de mi teléfono. Contesto y era Salomé desde Alemania. Me dijo que me iba a llamar a mi casa. Yo, con algo de pena, le dije que no estaba en mi hogar y que si llamaba, sólo iba a ser atacada por la voz de mi hermana diciéndole que por favor deje su mensaje después del tono. No iba a poder darse la tan ansiada conversación. Hablamos dos minutos y nos reímos tres veces. Colgó, colgué, y seguí con lo que tenía que hacer.

No puedo negar que me quedé pensando en el pasado. En las cosas que pensábamos sobre el futuro. Y en que jamás había imaginado entablar una conversación con aquella muchacha, de las faldas peculiares y mejillas apretables, teniendo como barrera varios miles de kilómetros de distancia.

No tengo muy claro en que momento comenzamos a tenernos confianza. Recuerdo las risas clandestinas y descontroladas en horas de clase y las confusiones de una muchacha que a mi parecer tiene cierto aire a políglota moderna. Recuerdo aquellos momentos un tanto difíciles para ella y recuerdo aquellas lágrimas, como dije, justificadas. Recuerdo mi cobardía al no preguntar del tema y recuerdo también que nos encontramos, sin querer, luego de unos meses en otra aula de clases.

No tenemos amigos en común. He faltado a dos celebraciones por su cumpleaños y a una visita corta que hizo a Lima. Ella ha conocido a dos de mis enamoradas y yo a uno de los suyos. Usualmente manda saludos a Pamela a pesar que no la conoce. Me pregunta cómo anda todo por acá y le pregunto cómo anda todo por allá. No conversamos muy a menudo por teléfono pero, siempre que lo hacemos, nuestra cháchara es como si nos hubiéramos visto ayer y estemos jugándonos las mismas bromas de siempre.

No puedo decir que sabe todo de mí. Yo tampoco puedo decir que sé todo sobre ella. Nuestra amistad siempre ha sido un tanto particular. Siempre hemos incluido comiquísimas salidas al cine y encuentros pactados para deglutir una que otra porción de comida chatarra. Nos hemos reído de todo el mundo y nos hemos burlado de algunas personas. Maldecimos la música comercial y la monotonía de lo común y corriente. Hemos pasado por distintas cosas pero creo que jamás nos imaginamos que en alguna ocasión conversaríamos, ella desde Alemania y yo (aún) desde La Molina.

Espero, sinceramente, que pueda escuchar su risa chirriante en unos días. Espero que me cuente aquellas cosas que me iba a contar. Se que espera que le cuente sobre mi novia (como dice ella). Ojala pueda hablarle de mis cosas. Contarle mis proyectos y mis trabajos. Que me cuente que tanto se deja apachurrar por los alemanes y que tanto ha cambiado su forma de hablar. Espero, sinceramente, que exista la posibilidad que me llame otra vez. Total, que me llamen desde Alemania, no me pasa todos los días. Pero sí se que hablaremos como siempre. Y espero, solamente, que su llamada no sea en alemán.

domingo, 6 de abril de 2008

Libreta en blanco.


Los fines de semana suelo almorzar con mis abuelos. Los sábados con los Melgar y los domingos con los Espinoza. Hoy vinieron los cuatro a mi casa. Con ellos vino mi tía María, quien la semana pasada llegó de Florida después de varios meses. Traía una bolsa amarilla casi reventando de ciertas ropas de moda y al parecer uno que otro regalo que habían mandado mis tíos. Sacó las novedosas prendas y algunos souvenirs propios de West Palm Beach. A mí, me dio un cuaderno con un ocaso en la portada y un pensamiento del Papa Juan Pablo II. En la contraportada tenía una dedicatoria muy simpática.
Chuñito:
Se que te gusta escribir en tu lap top. Espero que este cuaderno te sirva para algo especial.
Tus tios
Roberto y Silvia
Pd: Te mando también un lapicero especial
.

Aquel regalo me pareció genial. Hace bastante tiempo que no tenía en mis manos una libreta en blanco tan inspiradora como esa. Hace bastante tiempo que no escribía con un lapicero y una hoja pura e inmaculada.

Cuando era pequeño, e inocente, andaba con un cuaderno de color azul con la foto de algún paisaje foráneo en la primera página. Este conjunto de hojas triple raya era, sin temor a equivocarme, mi más grande secreto por esas épocas. Recuerdo que escribía cuentos de aproximadamente tres párrafos. Aplicaba la gramática que aprendía en el colegio y la caligrafía que la profesora me dejaba por hacer. Siempre tuve una letra horrible. Casi amorfa y se alejaba mucho de la lengua española. Quizás era la escritura de algún idioma del medio oriente o de las comunidades más recónditas de la selva peruana.

Este cuaderno se perdió cuando me mudé a los 8 años. Creo que lo guardé en cajones que después fueron regalados a amigos de la familia. No podía reclamar mi libro de memorias pues nadie sabía de su existencia. Confieso que entré en cierto estado de majadería párvula por la pérdida de mi compañero de escrituras. No eran grandes cosas pero, al fin y al cabo, era lo que escribía. Con faltas ortográficas y con una gramática que era poco entendible. Me doy cuenta que mi forma de escribir no ha cambiado mucho desde entonces. Aun mantengo las faltas ortográficas y mi aplicación de la gramática no es del todo correcta.

Luego de varios años, ya en secundaria, tenía problemas en el curso de matemática. Lo asociaba, con cierto humor y desgano, a que no tenía una libreta de borrador para hacer las operaciones. Mi madre con entusiasmo, y también con bastante comicidad, me dijo que me la compraría. Obviamente pensé que me jugaba una broma y que me estaba diciendo eso en tono de sarcasmo ante mi flojera para el estudio. Me equivoqué. Al día siguiente se apareció con una libreta Minerva de color verde. Era de 100 hojas y cuadriculada. Olía rico y el papel era muy blanco. El primer día en el colegio, hice operaciones matemáticas. Incluso le gané en una respuesta al primero de la clase. Ya al segundo, no hice ni una miserable suma, ni una enfermiza resta. Comencé a escribir lo que después sería mi primer poema de amor.

Como es digno de un adolescente, escribía cosas manifestando que era un incomprendido social y nadie me entendía. Que lo que pensaba era correcto y mi forma de ver al mundo era tan, o más, válida que cualquier pensamiento del tío Freud. Me gustaba alguna chiquilla del colegió que no me daba bola y claro, escribía poemillas con rima y empalagosos. Usaba palabra difíciles para no ser entendido y juraba que era todo un dicharachero chiquiviejo.

Al igual que mi cuaderno azul, esta libretilla verde también era un secreto. La guardaba en el segundo cajón de mi escritorio. Debajo de varios papeles y libros antiguos. Según yo, era un poemario juvenil y un compendio de párrafos de un muchacho con aires a escritor avergonzado.

Cierto día llevé en mi mochila esta libreta. Creo que fue porque iba a estar un buen rato esperando que comenzaran las clases de inglés, y la idea de pasar los minutos escribiendo no me parecía mala. Me senté en una de las bancas del instituto (Británico) y me propuse a terminar un párrafo de un poema amoroso. Mi sorpresa fue grande cuando, a los pocos minutos, llegó una esmirriada y alta jovencita. Aquella que por saludo siempre decía: Hello. Y que por sonrisa tenía una mueca muy graciosa. Y que por fan número uno me tenía a mí. Me preguntó que tenía en mis manos. Yo, cual chavo del ocho, respondí: Dedos, y en los dedos uñas y en las uñas mugre. Sonrió y me quitó el cuadernillo verde. Lo ojeó y casi admirada me dijo: ¿Tú has escrito eso? No puede ser. No sabía si tomarlo como halago u ofensa. Igual respondí que sí. Le dije que varios habían sido pensando en ella y que me causaba una inspiración muy profunda. Me preguntó cuál era el que le dedicaba. Busqué entre las páginas y encontré uno tan decente y melcochón como para ella.

Tengo en mis ojos tu sonrisa
Y en tus manos tienes la mía
No quiero ni tus labios ni tu atención
Quiero aire de tu aire
Aliento de tus pensamientos

No soy de tu afecto
Ni de tus sueños
Créeme por favor
Soy solo un simple imperfecto

Me intriga tu cabello
Tu peinado de niña bien
Me gusta la forma en que caminas
Y cuando caminas a mi lado
Me gusta más.


Hoy me río de esto. Es un poema empalagoso en esencia. Pero, en el momento en que lo leyó, esta muchachita textualmente me dijo: Ahh no entiendo, no me gusta mucho la poesía, con las justas leo el periódico en la parte de farándula. Me había, literalmente, declarado con un poema y la corcha esta no me entendía. O lo que sería peor, se hizo la que no entendía. No sé cuál de las dos opciones me dolía más. Hasta llegué a pensar que quizás ella tenía un problema de dislexia y su capacidad de entendimiento se había deteriorado por andar leyendo cuchicheos farandulescos.

Luego de unos días, era obvio que no sabía dónde meter mi cabezota. Ya me estaba dando cuenta que me había choteado y empujado como una mosquito fastidioso. No sabía ya que decir ni que hacer. Había menospreciado mi prosa adolescente y lo que es peor, había sido la única persona en leer mi libreta verde y no le dio siquiera un mínimo gesto agradable.
Aun conservo esta libreta verde. Está totalmente llena y con borrones. Un tanto vieja y arrugada. Hoy con la nueva libreta regalada por mis tíos, creo que comenzaré a escribir en aquellos ratos que estoy esperando en la oficina, en la radio, en el instituto, en algún restaurante y hasta quizás publique alguna de esas cosas de mis libretas de borrador.
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