sábado, 19 de julio de 2008

Dos pies izquierdos.


Hace unos días caí, como quien cae de un tropezón, en los alaridos de anfitriona de baile de, la ahora señora-separada y sin clic alguno, Gisela Valcárcel. Aquella rubicunda conductora de televisión, quien en algún momento fuese la bailarina más deseada por los jóvenes de antaño y causante, intuyo, de severos desordenes hormonales en ellos, andaba presentando a distintas personas con un sueño a cuestas y con un personaje famoso (o popular) como pareja de baile.

Tengo claro que contar esto me traerá problemas con algunos amigos músicos, con los actores ni que decir, con los artistas peor y con los poetas mejor ni digo. En fin, dejando de lado el sarcasmo: me soplé todo el programa de la otrora ‘señito’. No conocía el formato, no conocía las reglas, no conocía incluso a algunos de los famosillos bailarines. Veía tintineantes vestidos con lentejuelas, escotes, faldas microscópicas, musculosos jóvenes soñadores y un jurado tan variopinto que casi sufro un desmayo por tal constelación de estrellas peruanas que estaba viendo. Me pareció peculiar, lúdico, jocoso y hasta entretenido.

Pasaron unos minutos y mis ojos esperaban ver al tan mencionado ‘Puma’ Carranza y sus pasos poco ortodoxos en el bailongo soñador aquel. La ‘señito’ no me hizo esperar y presentó al capitán crema con la parafernalia respectiva. El señor salió vestido (o disfrazado) con una camisa pomposamente huachafa, unos pantalones apretados, los zapatos lustrados, el fijador de cabello bien usado y el maquillaje tapando algunas imperfecciones en aquel futbolístico rostro de volante de contención. No podía creer que aquel jugador que ponía cara de pocos amigos cuando le tocaba impedir que un jugador rival pasara por su zona, estaba bailando una cancioncita movediza de moda y haciendo gala de una descoordinación motora algo graciosa. Los fines del caso eran buenos y casi magnánimos. Todo este baile era para cumplir el sueño de la muchacha que lo acompañaba. Lamentablemente esto ya no será posible debido a que, en la última edición del programa, el ‘Capitán’ fue separado del elenco de concursantes y el sueño de la muchacha quedo simplemente en su pensamiento onírico.

Debo confesar que, por unos segundos, me sentí identificado con ‘el puma’. Y no precisamente por nuestra simpatía para con el club crema que, dicho sea de paso, es el actual campeón del torneo apertura. Pasa que, en repetidas ocasiones, mi forma de bailar es motivo de risa y quizás el porque de la no aceptación social en ciertos lugares.

Nunca me ha gustado bailar. Siempre he sentido que el realizar piruetas en una pista de baile no va conmigo. Siempre he sentido –también- que me enredo con los pasos y que el interés que puedo mostrar por los bailes de moda (y los no tan de moda) es casi nulo. Pero, como siempre me pasa (y pasará), he caído en jornadas de baile que, cual sesión quiropráctica mal hecha, me magullaban las articulaciones, los músculos y mis minucias fisonómicas. ¿Para qué bailabas César? Pues para no desentonar con la masa juvenil, para no dejar de encandilar a mi enamorada o para simplemente hacer el ridículo muchachito buena onda. ¡Qué más da!

Recuerdo mi época de quinceañeros y fiestecitas colegiales. En estos encuentros juveniles primaba el deseo, casi incalculable, por bailar las canciones de moda. En ese entonces estaban causando furor un quinteto de brasileros quienes, musculositos ellos, salían a escena con prendas minúsculas y con la retaguardia usualmente descubierta. Estos herejes de la música propusieron un diz que nuevo estilo de baile, con canciones de letras impronunciables, moviditas de brazos y agitaciones de partes por demás calentonas. Admito que me aprendí algunos pasos. Y me los aprendí como quien se aprende el nombre de los incas en las clases de historia del Perú: sin ganas y sin emoción.

No sabía lo que decía la letra de la canción pero, cual conocimiento dogmático, tenía que abrir los brazos, tocarme la pierna izquierda, mover el hombro derecho, dar una vuelta con los brazos arriba y terminar con saltos endemoniados. Esto claro me traía severas crisis asmáticas y obvias lesiones a mis extremidades inferiores.

Toda esta cháchara me hace recordar ciertos momentos en los que he hecho gala de uno que otro bailecito particular. Momentos en que bailé, a la fuerza o no, con gusto o no, pero bailé. Y son memorables por el simple hecho que no terminé con una distensión de ligamentos, ni con un desgarro muscular severo, sino con una sonrisa para nada fingida.



[1]
No me acuerdo exactamente hace cuanto, quizás unos ocho años atrás. Mi prima hermana Silvia, vino a Perú para estar unos meses con la familia. Pasábamos momentos geniales, conversaciones extensas y siempre amenas. Incluso salimos un par de veces, con un grupo de amigos, a estas discotecas para mocosos ‘juergueros’ e hicimos práctica de un desvelo párvulo hasta medianoche.

Todo bien hasta que a mi querida prima se le ocurrió, con todo el derecho del caso, tomar clases de baile. No cualquier clase, ni cualquier baile. Le vino a la mente, y a los pies, la idea de aprender a bailar marinera. Contactó a una profesora y le preguntó tarifas, horarios, requisitos y demás. Necesitaba: unos cuantos soles por hora, las ganas de aprender, un lugar en la sala de su casa y una pareja dispuesta a someterse a las prácticas costeñas. Mis padres y mi tía, mismos degolladores a punto de cumplir su labor, impusieron sus canas y me propusieron tomar las lecciones del baile norteño junto a mi prima. Usaron inimaginables formas de disuasión, entre las cuales se encontraba aquella vil artimaña nacionalista que augura una futura vergüenza internacional por no saber como bailar las danzas de tu país.

No sé si me convencieron o yo me convencí pero, sin darme cuenta, ya estaba sosteniendo el pañuelo en una de mis manos y fingiendo tener un sombrero en la otra. Mi prima sin zapatos y sosteniendo una falda de proporciones exorbitantes y peso titánico. Nos reíamos y bailábamos con gusto creo. Las horas se pasaban rápido y mis enredos por falta de motricidad iban aminorando. Le agarre el ritmo a la canción de la ‘chiclayanita’ y me sentí un caballo de paso que por herraduras tenía unos zapatos Hush Puppies talla 39.

Terminaron las clases y mi conocimiento de aquella danza ya era un poco más abultado. La profesora me felicitó (no sé si por sarcasmo, chiste o malicia, pero me felicitó). Me dijo que tenía talento para el baile y preguntó si alguna vez había practicado aquellas coreografías norteñas. En mi mente yo solo pensaba: qué de bueno puede tener un descoordinado adolescente, amargado y desgreñado, para las artes corporales de un baile como ese. Esa será una duda que creo no podré resolver.

[2]
Cuando, en años anteriores, salíamos en grupo de amigos y amigas, solíamos caer en lugares de dudosa reputación, en los que la música incitaba a un pegosteo corporal y a mover las sentaderas como unos descocidos. Usualmente eran discotecas barranquinas que, por desgracia, cumplían la fiel oferta de una barra libre algo grosera y casi criminal. La pasábamos bien. La mayoría de los varones intentando siempre degustar los sabores de distintos lápices labiales de la propia boca de alguna que otra chiquilla que por ahí merodee. Yo, por el contrario, tratando de visualizar los pasos de las canciones y verificando mi vaso de vodka para que este se mantenga medianamente lleno.

En una de estas salidas conocí a la que ahora es mi enamorada. Esto pasó hace cuatro o tres años. Estábamos en una de estas salidas en grupo y ella era parte del grupo de amigos. Nos habíamos visto un par de veces ya que el in-so-por-ta-ble grupo de amigas que frecuenta, son viles compañeras de andanzas del desdichado grupo de amigos míos. Mi intención en esa salida no era otra más que pasar el rato ya que, si no me equivoco, estaba con enamorada y mis gustos discotequeros disminuían poco a poco. Comenzamos a hablar de todo. Me contaba sus amores, desamores y demás cosas. Yo, rezaba e imploraba que el discjockey no ponga una de esas manoseadas canciones que hacen levantar las cuatro letras a las muchachas y lanzar un ‘Wuuu’ a la hora de saltar a la pista de baile.

Supongo que el desquiciado hombre encargado de la música no escucho ni una de mis inocentes peticiones. Puso, intuyo, alguna de esas canciones de furor popular. Salimos a bailar a la apretujada, calenturienta y nada ordenada, pista de baile. Mi vergüenza fue única al ver los movimientos de mi eventual pareja. Era la muestra de una bailarina profesional derrochando su arte y un papanatas, y amargado, bailarín de quinta.

A pesar de las diferencias, nos divertimos por unas cuantas canciones. Quizás cuatro o cinco. Mi columna vertebral no soportaba aquel ritmo sabrosón, mi cadera estaba al borde del disloque y mis pulmones hechos unas pasas arrugadas. Terminamos y le demostré mi admiración hacia su baile. Hacia aquel don que profesaba. Nos fuimos, cada uno a su casa. Ella, supongo, a dormir placenteramente. Yo, con desesperación, a coger mi ventolin y aplicarme dos certeras dosis de aquella sustancia milagrosa.



Que quede claro: no desprecio el baile ni nada por el estilo. Al contrario: me resulta admirable y hasta envidiable. Nunca he tenido la capacidad ni el don de poder ser el bailaor semental como Joaquín Cortés. No he podido aprender ciertos pasos y ya no me preocupa hacerlo. Claro, todo salvo que me pongan una profesora como Jennifer Lopez, me paguen una millonada por aprender este arte y que de ninguna manera me obliguen a ponerme mallas apretadas que aprisionen y asfixien mis partes pudendas.

He bailado y estoy seguro que seguiré haciéndolo. No es que me salgan ronchas por hacerlo. Es simplemente que no me nace. Lo hago, a veces, porque me divierte. Bailar con la que actualmente carga con el peso social que implica ser mi enamorada, me resulta gracioso y entretenido. Pero –de esto estoy seguro- no volveré a intentar aprender los pasos de moda. Así que la conclusión es: tengo dos pies izquierdos, uno con un esguince eterno y otro adormecido.
El espectacular 'Puma' y su ya casi patentado paso de la malagua.
Con una profesora así, cualquiera aprende a bailar. Suerte aquella la de Richard Gere. Shall we dance?
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