martes, 23 de junio de 2009

Le estoy hablando, joven.

Todas las bancas del centro comercial estaban llenas. Todos iban a algún lugar y a ninguno a la vez. Unas señoras charlaban tomando uno de esos cafés caros y fashion. Una pareja de enamorados se demostraba amor con abrazos insípidos. Una niña pedía a su hermano mayor ver la película de los Jonas Brothers. Reconocí a un profesor de la universidad y me saludó amablemente haciendo un gesto con la cabeza y sonriendo. Una muchacha ofrecía tarjetas de crédito y unos chicos, quinceañeros ellos, fumaban sus primeros cigarrillos con poca pericia. Todo normal. Todo como siempre en un centro comercial de la capital.

Un señor se quedó parado en medio de las bancas, al parecer buscando algo. No lo encontró y se sentó a mi costado. Parecía guardar un secreto, un pensamiento prohibido, una lisura en la punta de la lengua o esas cosas que uno quiere gritar cuando está molesto. Tenía las piernas cruzadas y con una mano se rascaba frecuentemente la barba de aproximadamente unos tres días. Tenía zapatos marrones, de cuero, antiguos y sin cordones. Lucía cansado pero a la vez algo furioso. Yo lo miraba de reojo, como espiando. Se podía ver como apretaba la mandíbula, dejando ver unos bultos huesudos en los costados de sus mejillas.

Saqué el libro que recién había comprado y lo ojee por unos segundos. Era una excusa para no sentir la amargura o, en todo caso, esa mala vibra que parecía tener el sujeto.

Llegó una mujer de aproximadamente unos 50 años, quizás la misma edad del señor. Él la miró, ella hizo lo mismo. Se paró enfrente como proponiéndole un reto a muerte o algo parecido. Se miraban fijamente. No entendí por completo lo que se dijeron pero parecían discutir. Yo seguía con los ojos en el libro.

-Me voy –dijo él.
-Ándate pues. Siempre ha sido lo mismo –le respondió ella.

Y el sujeto se paró de golpe y se fue. Cruzó el centro comercial como un fantasma. Sin que nadie se de cuenta, sin llamar la atención en la gente que, sin inmutarse, seguía en sus cosas. Nadie los vio.

La mujer vestía un buzo morado algo gastado. No andaba bien peinada y tampoco era simpática. Estaba algo subida de peso y traía una bolsa blanca en la mano. Se sentó en la banca, ocupando el sitio vacío a mi costado. Movía los pies como haciendo una pataleta. Golpeaba el piso con los talones y era inevitable ver un par de lágrimas en su mejilla. Veía la bolsa, hacía un puño con su mano y hablaba, al parecer, sola.

-Le estoy hablando, joven –le escuché decir.
-¿Perdón? –dije mientras cerraba el libro y levantaba mi cabeza.
-¿Así son todos lo hombres no? –me preguntó.
-Disculpe, no le entiendo.
-Claro, cómo me vas a entender si debes tener 25 años y yo te doblo la edad.
-Tengo 22. Pero igual no le entiendo –dije mientras guardaba el libro en la bolsa y me disponía a pararme.
-¿Viste lo que me hizo ese tipo? –me preguntó agitada la señora.
-Lo siento. No he visto nada –le mentí.
-Pues, sabrás, ese imbécil se molesta de todo –me decía mirando el lugar por donde el sujeto había huido-. Que por qué no le hago esto, por qué no le hago el otro. Por qué soy así, por qué soy asa.
-Lo lamento, pero…
-Y siempre me sale con lo mismo –golpeó el piso con los talones otra vez-. Se va el maricón, siempre se larga.
-Cuanto me apena oírla señora. Suerte –y me alejé un poco.

En otra circunstancias, me hubiera parado, gritado algún improperio y hubiera corrido como niña. Había gente, la cola para entrar al cine era cada vez más larga, el restaurante del costado estaba lleno, la heladería también, y muchas personas transitaban entre las bancas. No imaginé nada malo de la señora. No percibí mala intención en ella. Solo ganas de desfogarse y que estaba algo loca como para tocarle temas amorosos a un mocoso de 22 años que lo único que hacía era darle la razón.

Saqué otra vez el libro y lo seguí ojeando. Llamé a mi madre para decirle que ya había dejado a mi hermana y que la estaba esperando hacía ya una media hora. Nunca me contestó. Insistí y nada. La señora, aún a mi lado, se mantenía callada y sollozando. Yo, de reojo, la veía. Sacó una cajita de metal de la bolsa. Había unas tarjetas o pedazos de papel en ella. Rompió unas cuantas y se paró a botarlas al tacho de basura. Las tiró con fuerza, como molesta, furiosa, iracunda. Volvió al asiento mirando a todos lados. Se sentó y siguió golpeando el suelo con sus talones. Movía un poco la banca y yo ya comenzaba a sentirme algo incomodo y asustado.

-Seguro, joven, ha venido a encontrarse con su enamorada y está que la espera –me dijo.
-No señora. Espero a mi madre –le respondí de una manera fría, sin siquiera esbozar una sonrisa.
-Hijo, el amor de una madre es incondicional, inigualable.
-No lo dudo señora.
-En cambio, el amor de pareja es otra cosa –y cambió su tono de voz-. Es una reverenda mierda el amor de pareja. Te enamoras, te embobas, terminas llorando en un rincón, sin que nadie te pueda ayudar. ¿Tú tienes enamorada?
-Sí.
-¿Hace cuánto?
-Señora, lo siento, debo retirarme.
-No, anda, dime. ¿Hace cuánto?
-Pues hace poco mas de año y medio.
-¿Y te ha hecho llorar?
-Pasa que soy bien llorón y…
-Entonces es un cojudo, igual que yo pues.
-No, al menos creo que no –trataba de defenderme.
-Lo somos, joven. Créame. Confíe en mis canas.
-Ok –dije fingiendo una sonrisa.
-Llevo 23 años casada con ese patán y, si he aprendido algo, es a no confiar en los hombres.
-Pero…
-Pero nada, los hombres son mentirosos. Siempre.

Saqué mi teléfono e intenté llamar a mi madre otra vez. La señora aún daba su teoría de los hombres. No dejaba de golpear el piso con los talones cada cierto tiempo. De rato en rato volteaba su rostro y parecía hacer un estudio minucioso del centro comercial. Yo ya no sabía si correr o gritar.

-¿Aló? –dijo mi madre.
-Madre, te he estado llamando hace rato.
-Estaba en la oficina, disculpa.
-Bueno, ya dejé a mi hermana en el bowling y ahora estoy esperándote por acá por los cines. ¿Por dónde andas?
-Ya estoy a cinco minutos.

El señor, que se había ido, apareció de improviso, como los temblores. La gente, igual, ni se inmuto. Se acercó a paso lento, algo dubitativo. La señora parecía murmurar algo y continuaba golpeando el suelo con los talones. Lo tenía enfrente, proponiéndole también un reto. Se miraron. Ella se paró. No se dijeron nada. Parecían no respirar. Se fueron uno al lado del otro. No se tocaban y mantenían una distancia prudente. Desaparecieron como fantasmas, como la neblina, como una pareja que nadie percibe y nadie entiende.

3 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Creo que yo fui la "Señora"

25 de junio de 2009, 21:02  
Anonymous Andrea ha dicho...

Esa señora esta locaaaa

26 de junio de 2009, 17:59  
Anonymous Richard ha dicho...

A veces si he visto a personas discutiendo en publico y es un poco vergonzoso como a veces no se pueden poner los paños frios para no hacer peliculinas, pero usualmente es verdad pues, nadie se fija en los demas, siempre estamos pensando en nuestras cosas (como debe ser supongo). Buena historia, cuidese y saludos.

30 de junio de 2009, 10:02  

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