miércoles, 27 de enero de 2010

Pretensiones de unos labios sin pintar.

Le escribí varias cartas diciéndole que era un error sacarme de su vida. Las envié con el rostro lleno de lágrimas, acongojado, casi sin aliento. Le dije todo lo que me salía desde las entrañas, todo lo que humanamente podía prometerle, todo lo que mi cuerpo extrañaba del suyo y muchas cosas más. Trataba siempre de ser lo más claro posible, de dejar de lado esas palabras raras, de tragarme ese orgullo, ese disfuerzo innecesario que me hacía ver como un pusilánime e inmaduro.

En realidad no le debo echar la culpa por varios motivos. Todo lo tuve bien ganado, supongo. No fui del todo honesto. Siempre me mantuve en el límite entre la realidad y la ficción. Un hilo muy delgado que a duras penas resistía mis cuentos descabellados. Viviendo entre historias inventadas, pasados enigmáticos y algunos misterios que, finalmente, resultaban inverosímiles.

No es que me haya ablandado con el tiempo. Tampoco que recién me haya dado cuenta. Siempre supe que le mentía y que esto terminaría muy mal. Que guardaba muchos secretos que, al fin y al cabo, eran un montón de recuerdos que yo mismo quería olvidar. Mucha ropa sucia por lavar, mucha basura por sacar, muchas fotos del álbum que quería romper. El más grave de los errores fue mentirle sobre mi edad. Poco antes de iniciar nuestra relación, en el año 1990 le dije que ya tenía 18 años cumplidos.

-Renato, en serio, ¿cuántos años tienes? -me dijo muy serio él.
-Caramba, acabo de cumplir 18 -le respondí.
-Muéstrame tu libreta, pues.
-No me vengas con cojudeces, por favor -le dije muy serio.

Supongo que me creyó. Porque después de eso no tuvimos reparo en acostarnos muchas veces. La verdad es que recién había salido del colegio y tenía 16. Damián nunca me volvió a pedir mi libreta electoral pero, por si acaso, me conseguí una. Falsa, claro. Me costó unas cuantas monedas. Tuve que llevar una foto, el dinero y nada más.

-¿Cómo te quieres llamar, mocoso? -me preguntó un señor gordo y con la camisa desarreglada.
-Renato Zevallos Estrada, señor.
-¿Fecha de nacimiento?
-La verdad, no sé -me quedé pensando un rato.
-Ya, mira, pongamos 3 de marzo de 1972 ¿ya?

Siempre andaba con la libreta electoral en el bolsillo. Me asustaba que, algún día, Damián me preguntara por el bendito documento y yo no lo tenga. Me veía rogándole que me perdone o que no haga caso a la edad. Sabía bien que no lo iba a hacer. No me perdonaría. Sería trágico. Por nuestras distintas formas de ser o de pensar, quizás hasta nos íbamos a los golpes.

Pasábamos muchas tardes en su departamento. Comprábamos comida en un restaurante de la cuadra y nos tirábamos en el sofá a ver televisión o películas en VHS. Yo quería quedarme a dormir en su cuarto pero él siempre se negaba. Me respondía con evasivas y terminaba por cambiar de tema. Yo me iba de su casa poco antes que oscurezca.

Fue un domingo, por la tarde, después de casi dos años, que toqué el timbre de su departamento. Me miró extrañado, somnoliento y semidesnudo. Yo había escapado de mi casa y corrí a refugiarme junto a él. Me hizo pasar y me invitó un vaso con agua. Parecía sorprendido por toda la historia que le conté. Yo lloraba como un niño y lo abrazaba.

Me quedé en su departamento por varios meses. Conseguí un trabajo en el restaurante que siempre comíamos. Hacía de todo: ayudar en la cocina, tomar los pedidos, limpiar las mesas, lavar los platos. Éramos pocos y teníamos que poner el hombro de alguna u otra manera. Lo poco que me pagaban me alcanzaba para ayudar a Damián con algunos gastos de la casa. Él trabajaba en un estudio de abogados y le pagaban considerablemente bien. Le alcanzaba para mantener el departamento, su carro y comprarse ropa costosa. Por la situación en la que vivíamos, parecíamos más roommates que otra cosa. Él dormía en el cuarto principal y yo en uno pequeño que estaba al lado. La diferencia era que teníamos relaciones con cierta frecuencia. Nos entregábamos a eso que era tan parecido al amor. Nos enredábamos entre sus sábanas y no parábamos hasta estar exhaustos.

Todo iba muy bien hasta que comenzó con la manía de vestirse como mujer por las noches. Al principio me causaba risa. Se ponía vestidos largos y coloridos. Se pintaba los ojos con sombras de colores fuertes. Las uñas siempre de rojo, igual que los labios. Luego de unos meses, empezó a embriagarse y a hacer escándalos en la calle. Se amparaba en el anonimato. Se escondía tras lentejuelas, zapatos de tacón y una peluca rubia.

A mí ya me resultaba incómodo lidiar con esos espectáculos. Decidí por hablarle y pedirle que por favor deje esas manías. No le hacían bien.

-Damián, en serio, ya esto te está haciendo daño.
-No jodas, es divertido. ¿Tú no lo has hecho nunca?
-No. Y nunca lo voy a hacer. Estoy contento siendo hombre.
-Pero te gustan los chicos.
-Sí, como a ti también.
-Entonces anímate, huevón.
-No. No pretendo ser mujer.
-Entonces, ¿qué mierda pretendes?

Me quedé pensando en esa última pregunta por un buen rato. ¿Qué pretendía? ¿Qué ganaba acostándome con él? No éramos una pareja. Yo estaba seguro de mi opción y de mi condición. Sabía que así como comenzó, podía terminar. De un momento a otro. Como cuando a alguien que camina por la calle le disparan en la sien. Muerto en un segundo. Todo termina en un instante. También recordé lo que mi padre me decía. Siempre atinado y muy abierto a querer a su hijo sin juzgar sus actitudes ni gustos.

-Renato, no me interesa tu opción –me dijo, muy serio y en tono comprensivo, algunos meses antes de irme de la casa sin decirles nada-. Siempre tendrás las puertas abiertas. Tu madre tardará en entenderlo, compréndela. Yo estoy seguro que seguirás siendo un hombre correcto. Lo demás es tu vida privada y nadie, escúchame bien, nadie, tiene derecho a juzgarte sin conocerte antes.
-Gracias, en serio... -le dije casi llorando.
-No me digas nada, hijo. Solo no te pintes los labios. Por favor, deja tus labios sin pintar.
-No te preocupes -concluí.

En aquél momento no entendí esa última frase. Me resultaba incoherente y hasta boba. Todas esas cosas vinieron a mi mente con la pregunta de Damián, después de varios años. Las palabras de mi padre las puse entonces como una metáfora: tienes que ser siempre un hombre y respetarte. Sabía bien que no quería ser mujer. Jamás lo pretendí. Nunca se me pasó por la cabeza. Sin embargo, a él parecía gustarle la idea de vestirse así y, lo que más me preocupaba, era que algunas veces había sentido que me lo estaba pidiendo. De manera muy indirecta, sugería que me ponga un vestido o que me maquille de manera muy femenina. Siempre me negué.

-No seas aburrido, anda. No te vas a morir por verte como mujer –me decía.
-Que no quiero, carajo.

Llegó un momento en que discutimos muy fuerte. Él había llegado muy ebrio. Yo me había quedado en la casa leyendo un libro de Proust. Comenzó a hacer bulla, cantaba, saltaba, tiraba algunas cosas al suelo. Era de noche y el silencio hacía que se escucharan aquellos ruidos con más claridad. Salí de mi habitación y le pedí que por favor se calmara, que vaya al dormitorio y que le llevaría una taza de café. Se puso muy agresivo, tomó una peluca que tenía a un lado de la sala y me la lanzó.

-Póntela, carajo –gritó-. Quiero hacerlo con la peluca puesta.
-No jodas, anda a tu cuarto.

Luego vinieron los golpes. No dimos con lo que pudimos: puños, codos, piernas. Terminé sangrando y muy adolorido. Él parecía no sentir nada. Supongo el alcohol lo tenía adormecido. Yo no sabía qué hacer. Llamar a mi padre, llamar a la policía o simplemente esperar a que las cosas se calmen. Opté por dejar la casa la mañana siguiente.

Tenía ahorrado algo de dinero pero no me alcanzaría para vivir solo. No tenía otro lugar para ir, solo mi casa. Realmente no sabía cómo tomarían la noticia mis padres. Temía que me den la espalda. Recibir un portazo en la cara, era lo que menos necesitaba. Tenía dos maletines llenos de ropa y caminaba por las calles como un loco indeciso. Las lágrimas caían al suelo como una lluvia tenue, con un sonido incluso melancólico. Me había hecho daño al decirme todas esas cosas, al golpearnos de esa manera, al forzarme a muchas cosas. A pesar de todo sentía que era mi culpa, que era yo el que estaba mal. Lo extrañaba a morir.

Cuando llegué a la casa de mis padres, me abrió una señora que no conocía. Le pregunté por mis padres e inmediatamente salieron corriendo ambos. Nos dimos un abrazo muy fuerte, como queriendo unirnos en uno solo. Llorábamos como niños en plena pataleta y nos tocábamos los rostros para asegurarnos que no era un sueño o que la pesadilla había terminado.

Ya en casa, después de algunos meses, comencé a escribirle cartas a Damián. Nunca respondió. En todas le decía que lo único que pretendía era ser feliz. No estar alegre, sino feliz; algo que, sin duda, me había sido esquivo siempre. Que podía ayudarle. Que podíamos ayudarnos. Pretensiones que no necesitaban de unos labios rojos, pintados con un lápiz color sangre, lleno de engaños, maltratos, incomprensión y hasta algo muy parecido al amor. Pretensiones que se caían al mismo ritmo de cada lágrima que derramaba sobre el papel y que corría la tinta tan delgada que ahora era mi voz. Una voz en silencio de unos labios sin pintar.

3 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Recoooontra cabraso ahh!

30 de enero de 2010, 1:52  
Anonymous Manuel ha dicho...

Es un post del orgullo gay o algo asi??
Esta en algo aaahh

30 de enero de 2010, 18:16  
Anonymous sABO45 ha dicho...

Me ha dado pena pero tambien un poco de no se q!!! me gusta la historia y sobretodo q propongas el respeto a cualquier opcion... eso es muy importante.. yo lo creo asi

Muy bueno!!

5 de febrero de 2010, 14:06  

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