domingo, 30 de marzo de 2008

No soy de ese mundo.


Es domingo por la mañana y estoy más cansado que maratonista después de una competencia olímpica. No tengo ni la más puta idea de porque rayos estoy despierto. Aun sigo con sueño y las piernas las tengo algo entumecidas. Estoy echado en mi cama con la computadora en mis piernas y viendo los reportajes dominicales. He intentado, ya cuatro veces, cerrar los ojos y volver a dormir. Todo intento por conciliar nuevamente el sueño es simplemente en vano.

Ayer acompañé a Pamela a una reunión por el cumpleaños de una de sus más entrañables y queridas amigas. No puedo mentir diciendo que me moría de ganas por ir. Entre la fábrica, la radio, el instituto y el nuevo proyecto que estoy comenzando, pues las ganas de salir los fines de semana cada vez son menores. Prefiero ver una película, ir a algún bar (o lounge según el irreverente Noizer), leer un libro, escuchar un disco o ir a cenar y mantener una cháchara simpaticona. No me gusta bailar, no me gusta el reggaeton, no tomo cantidades incalculables de alcohol, no fumo y no se los pasos de las canciones de moda.

Hace unas seis horas regresé de esta reunión cumpleañera. Me encontré con amigos los cuales, por razones de estudio o trabajo, no he estado frecuentando mucho. Nos reímos, conversamos como los colegiales que a veces queremos ser, nos gastamos las mismas bromas de siempre y alguna nueva broma producto de ciertas circunstancias bochornosas ocurridas recientemente. No tengo idea si fue coincidencia, pero tres o cuatro de estos amigos míos me dijeron -textualmente- que estaban cansados hasta los cojones. Debe ser porque somos recién iniciados en el ámbito laboral y la vida de adultitos de 21 años, nos es un tanto agotadora por estos momentos. Dicen que las primeras veces siempre duele y pues el estar con el trajín este del estudio y los trabajos, duele sólo un poco. Intuyo que ya nos acostumbraremos y estaremos con una cara distinta a la de aburridos y malgeniados de acá a un tiempo.

En esta reunión creo que todos la pasaron bien. Me alegra eso. Todos sonriendo, comiendo, tomando algún trago y conversando hasta donde los alaridos de Daddy Yankee, en el disco las más bailables del 2013, lo permitía. Las muchachitas lanzaban gritos casi desgarradores, una que otra tenía un vozarrón súper estridente. Hacían piruetas circenses que al parecer son los nuevos pasos de las canciones de moda. Era obvio que se divertían a montones y estaban pasando un rato de descontrol bailable. Yo me sentaba y observaba. Conversaba y tomaba guaraná con hielo.

Desde hace un tiempo me dejaron de gustar estas cosas. Sé que frecuento fiestas de música electrónica y a veces estoy del otro lado del público. Ahí no puedo negar que los compases me mueven y me hacen mover el pie derecho dando golpes ligeros al suelo. Debo intuir que esto mismo sienten algunas amigas cuando escuchan las pachanguitas de moda y las usuales canciones de fiesta. A mí, por el contrario, el reggaetón me parece un ente alergénico para mi malgastada salud. Sentí que no pertenezco a esa corriente. No soy de ese mundo. Me di cuenta, y ahora es oficial, que no estoy a la moda y no me interesa estarlo.

Sé que a mi enamorada si le agrada cierta parte del común comportamiento de muchachitas de nuestra edad. Bailar, ir a fiestas, una que otra canción de moda y bueno, algunos reggaetones sandungueros. Si bien no es de las que se desvive por ir de parranda, tengo muy claro que en el fondo siempre mantiene el gusto intacto por las salidas toneras. Yo creo que soy el polo opuesto a esto. No creo que sea un problema, pero si algo de lo que se debe conversar ¿Qué se puede hacer en estos casos?

No me sentiría cómodo sabiendo que estoy reprimiendo ciertas conductas que son propiamente de ella. No me sentiría a gusto sabiendo que podría querer tener un enamorado que sea el trompo bailarín de la noche o un John Travolta en Saturday night fever. No me gusta mucho quedarme sentado solo y hablando con alguna persona que por ahí me haga el habla. Me gusta conversar, pero no en ocasiones en las cuales, la conversación, se convierte en el único recurso para no caer dormido de aburrimiento. Me gusta ver a mi querida enamorada bailar con sus amigas y si por ahí se le ocurriera sacarme a la pista de baile quizás acepte de buena manera o quizás salga y haga mis movimientos de danza como todo un bailarín chapucero.

Tengo claro que todas estas cosas no son, y espero sinceramente que no las sean jamás, causales de una ruptura sentimental. La quiero bastante y me encanta su forma de ser. Me fascina lo tan normal que es y lo tan bicho raro que soy yo. Pero no se puede negar que estas cosas traen ciertas discrepancias. No es siempre, es sólo en ocasiones como estas. Tenemos algunos gustos distintos y otros en común. Creo que eso hace que tengamos una variedad en conversaciones y nada de monotonía en la relación.

Compartir tiempo juntos es genial y su forma de ser es encantadora. Me importa bastante el hecho que sea libre y que haga lo que quiera. En eso se basa una relación. Uno tiene que ser como es y no estar adquiriendo gustos y comportamientos ajenos por querer congraciarse con la otra persona.

No suelo terminar con preguntas, pero hoy lo haré. Teniendo en cuenta que suelo ser algo aburrido y a veces poco convencional ¿Qué debo hacer en estos casos? Sus comentarios, sus frases respondiendo mi pregunta, insultos, y cargamontones populares serán todos publicados, e intentaré que mis respuestas sean lo más cercanas a teorías de este mundo.

viernes, 21 de marzo de 2008

Confesiones de semana santa.



Si bien hace un par de años dejé de considerarme católico, no puedo pretender ser un ente esquivo ante la semana santa. Estos días de honesta y seria reflexión para algunos, y una oportunidad de cucufateo horroroso para otros, se involucran tan omnipotentemente en nuestras vidas que rendimos culto al feriado largo más que a otra cosa.

Yo no soy de celebrar las fechas eclesiásticas. Al contrario. Ni me inmuto ante los días como estos. No me gusta tener que realizar ciertos trámites religiosos para seguir con una tradición tan, a mi parecer, aburrida y tediosa. No comparto ciertas propuestas de la iglesia católica y de las religiones en general.

Recuerdo la última vez que me confesé. Fue en época escolar si no me equivoco. En la capilla del colegio. Con algún padre español, con panza prominente, lentes grandes y un aliento del demonio. Me parece que era en hora de clase cuando nos llevaban a la iglesia. Nos sentábamos en orden y en silencio. Todos uniformados. Éramos unos santos huevones con chompa azul. Se que la confesión es un acto estrictamente voluntario y que realizar este acto tomándolo a la ligera, pues es un comportamiento poco decente frente a las autoridades del mundo de la cruz. Yo, sin embargo, debo aceptar que me confesaba porque me daba vergüenza o me causaba temor el ser enviado al infierno vía teletransportación. Y siendo algo más malicioso, me confesaba para retrasar unos cuantos minutos más el regreso al salón de clases.

Estoy seguro que con esto me voy a ganar algunas diferencias con personas que realizan estos actos solemnemente. Pero debo confesar que desde hace cuatro, o cinco, años deje olvidadas aquellas buenas maneras religiosas. Creo en un Dios mas no en las religiones.

Es quizás por eso que también hace cuatro, o cinco, años deje de hacer acto de presencia en la misa dominical. Deje de acercarme para recibir la hostia y, como dije anteriormente, de confesar mis pecadillos inocentones a un sacerdote totalmente desconocido para mi.

Ya que no lo hago muy a menudo, creo que la fecha es propicia para una confesión. Cibernética claro está. Ante ustedes bloggers todo poderosos. No me cuadra, ni me gusta, la idea de contar mis cosas a alguien que no conozco. Pero debo aceptar, de buena forma, que tengo unos cuantos lectores que, sin mas ni menos, se han ganado el derecho a saciar su morbo por lo secreto y lo prohibido de la vida de un tipejo (yo) que anda ventilando ciertos pasajes de su vida amorosa, sentimental, amical y hasta clínica. Son simplemente dos burdas confesiones de semana santa. Dos pequeñas historias de secretos bien guardados en los expedientes de mi servicio de inteligencia propio.

Confesión número 1: La agridulce mentira.
Hace unos años cuando recién ingresaba a la universidad de Lima, tenía por enamorada a una risueña jovencita quien lleva por segundo nombre uno cuya inicial es “A”. Manteníamos una relación simpática y por lo visto duradera. Cierto día “A” me contó, dolida, cierto tema un poco incómodo. Resulta que una ex enamorada, la cual llamaré “M”, había estado hablando pestes y cosas de muy bajo nivel sobre ella. Me pidió que por favor le comente y que si fuera posible le ponga el pare. Al principio yo dudé de la capacidad de hacer leña y ser ponzoñosa de “M”, pero no puedo negar que tenía un pequeño duende en mi hombro derecho diciéndome: Sí, sí es capaz de hacerlo. Yo no esperé a más y me dispuse a mantener una conversación con la mencionada “M”. Hablamos y ella no tenía ni idea de lo que pasaba. Yo, casi convertido en un energúmeno cascarrabias, me propuse a insistirle en recriminar las cosas que estaba vociferando por ciertos lugares. Ella seguía sin entender. Tal fue el afán de ambos por defendernos que, cada uno desde nuestras posiciones, terminamos por decirnos palabras soeces y despedirnos con prontitud y casi jurándonos no volvernos a ver. Todo bien. Me quedé con algo de pena por no hablar más con ella, ya que suelo mantener amistad con la mayoría de ex enamoradas que he tenido. Pero por otro lado, me quede tranquilo de saber que no seguiría hablando más tonterías. Pensamiento de 17 años claro está.

Pasó un tiempo y la que seguía siendo mi enamorada, “A”, en una conversación me lanza un dardo casi directo a la yugular. Comenzó diciéndome que tenía algo por decirme. Yo quedé preocupado pues no sabía exactamente que era. Me confesó, con una cara de arrepentimiento inimaginable y una suerte de lloriqueo celoso, que lo que me había comentado sobre “M” era mentira. Una vil y bien armada patraña. No supe como reaccionar pues literalmente había mandado a “M” a la eme. Trataba de darme explicaciones diciendo que había sido a causa que se autodenomina una celosa medianamente compulsiva. Yo ya no sabía que hacer, no sabía como pedirle disculpas a “M”. Me daba vergüenza y también miedo a que me coma vivo o me enjaule con un león hambriento. Nunca la llamé y nunca más supe algo de ella.

Hasta hace unos días una amiga, quien también conoce a la anteriormente mencionada “M”, me comentó que aquella jovencita, de ahora 20 años, había caído por esta página y estuvo leyendo a este desaliñado blogger. No pude contener la sonrisa y no pude desaprovechar la oportunidad de disculparme públicamente. Confieso que me equivoqué y espero acepte mis disculpas. Confieso que pequé por no saberla escuchar y no dejar que argumente su posición. Me deje llevar por mi pensamiento coléricamente colegial. Ojala no haya hecho un muñeco de vudú y me esté propinando certeros agujazos en distintas partes del cuerpo. Y si es así, estoy rezando por que no toque mis virginales partes intimas posteriores.

Confesión número 2: Mis letras con otra firma.
En época colegial – sí, también- solía escribir versos pequeños y también algunos pensamientos súper privados. Era quizás la forma que siempre encontré de aislarme de todo lo que me rodea. En cierto momento un amigo mío –ni tan amigo al fin y al cabo- logró, con ingenio, leer algunas de estas cosas escritas en un cuadernillo de 100 hojas cuadriculadas marca minerva. Se río y me dijo que estaba chévere. En ese entonces mi conocimiento por lo chévere y lo no chévere, era casi nulo. Me dijo que no entendía un carajo pero eso a las mujeres les encanta. Apenas terminó me propuso escribirle una carta a una muchachita pelicastaña que le quitaba el sueño. A mi nunca me atrajo aquella jovencita, pero a el se le caía, literalmente, la baba por ella.

Comenzamos aquella paparulada amorosa de quinceañeros. Me entretuve escribiendo cosas poco creíbles como: el amor es eterno y siempre te amaré. Y me reía cada vez que él escribía una palabra rara en mal contexto. En mi mente decía, con desdén, que esa basurita de papel no era digna ni de periódico barato con calata en portada. Era más bien una sonsonada propia de un chistoso y usualmente quejumbroso colegial. Yo quité ciertas cosas que no me parecían y pues gasté la mitad de mi corrector. Al final quedó un texto no tan largo, simple y sin rodeos. Nada sobresaliente. Diciendo cosas medias dulces y romanticonas de esas que no me gustan escribir. A buenas cuentas era un texto mío con otra firma. O sea era una de esas tonterías que suelo escribir.

Jamás dije la verdad. Pues escribí dos o tres de estas cartas. Los escritos estos cumplieron su cometido. Se hicieron enamorados unos meses después. Y la larguirucha y esmirriada jovencita se jactaba de tener un enamorado con dotes de escritor (frustrado claro). Yo reía y tenía en mi mente las palabras escritas en aquellos papelitos doblados en cuatro.

Hoy, seis años después, confieso que era yo quien escribía esas cartas. No tengo temor de terminar una relación ni nada por el estilo ya que ellos terminaron hace aproximadamente dos años y medio. De mi amigo no tengo ni rastros y de aquella mujercita tampoco. Confieso que mentí diciéndole a ella que me parecía interesante que su enamorado escribiera. Confieso que no me perdono el no haber cobrado aunque sea unos 20 soles por cada carta. Confieso que me jodía cada vez que hablaban y le reventaban fuegos artificiales al falso escritor. Espero querida “L” me disculpes por no decir antes la verdad. Fueron cosillas de colegiales. Nunca con mala intención. Siempre con el afán -no mío- de engalanarte y enamorarte con ciertas palabrillas. Si es que alguno de los dos lee este post, espero no escupan en alguna foto mía o me intercepten en la puerta de mi casa con un revolver en la mano.

Estas son dos confesiones ante las leyes y doctrina de los lectores, para que sean analizadas por los mismos. Me pareció oportuno ya que esta semana santa, al igual que las anteriores, no iré a la iglesia ni a confesarme ni a escuchar la misa. Así que, con decencia y buen humor, pueden darme mi penitencia para la absolución de estos dos pecadillos inocentones y quedar con mi conciencia un poco menos percudida de lo que suele estar.


Una moderna forma de confesarse.





Confesión. Bunbury y Calamaro.

viernes, 14 de marzo de 2008

Misma habitación.


Es miércoles por la noche y acabo de despedirme de Pamela. Hoy estuvo casi todo el día conmigo y, entre las conversaciones que tuvimos, hablamos del blog. Le comenté que algunas personas -los pocos que leen Modo borrador mejor dicho- me habían preguntado por qué aun no he publicado ninguna pachotada en la página denominada por el común denominador del populorum veinteañero como “la cagada”. Tengo claro que a muchos ni les importará un pepinillo hamburguesero el porque de mi impedimento de escribir uno de esos escritos de badulaque que suelo hacer. Pero, con un poco de inocencia, guardo la esperanza de tener por lo menos cuatro fieles lectores que dejen comentarios con ciertas dosis de humor o insultándome cual juicio popular.

La razón de mi especial demora es que estuve internado en la clínica San Pablo hasta hoy miércoles al mediodía. Victima de un ligero y poco conocido vértigo postural. En castellano: por situaciones de postura y quizás algo de tensión, mi cerebro no recibe la cantidad suficiente de sangre y eso me causa unos mareos y dolores de cabeza algo intensos. Suena fuerte y hasta importantísimo pero no lo es. Los que me conocen hace varios años saben que ocasionalmente estoy con estos malestares y no llegan a más.

Todo comenzó apenas desperté hace unos días con un poco de dolor en el pecho. Tenía que hacer mi rutina de todos los días con ciertas variantes en la mañana. Antes de ir a la radio, tenía que pasar por el banco continental a realizar algún trámite de esos que son simples y rápidos. En el camino me sentí ligeramente mareado y la respiración se me hacia pesada. Hice el papeleo en el banco y ya estaba con bastante malestar. Me encontraba en Camacho y menos mal que no estaba manejando. Llamé a mi padre y no entraba la llamada. Lo mismo pasó cuando marqué el número de celular de mi madre. No puedo negar que me asusté un poco y me puse algo nervioso. Hice lo más fácil según yo. Levanté mi brazo derecho y paré un taxi amarillo. Me llevó a la clínica San Pablo y durante el camino me iba preguntando si estaba bien. Me daba una suerte de aliento deportivo diciéndome: “ya estamos por llegar joven, tranquilo”. No creo que el señor taxista lea el blog pero de todos modos debo agradecerle bastante por su ayuda y su trato que, en mi opinión, fue muy humano. Llegué, bajé a emergencias y me contestó mi madre. Le conté que no me sentía bien. Me dijo que iba en seguida y que no me preocupara.

No puedo mentir contando exactamente lo que pasó en emergencias. No recuerdo varias cosas. Obviamente recuerdo que me preguntaban sobre algunos síntomas y trataban de saber exactamente que es lo que tenía. Por mi larga historia clínica deducían que quizás era una de mis, poco frecuentes, crisis asmáticas. No soy de aquellos que al correr tres metros tiene que usar el bendito –o maldito- aerosol broncodilatador para poder seguir viviendo. Soy un asmático casi retirado, un jubilado en ese rubro. Entonces si no era un incomodo broncoespasmo, qué rayos era. Posiblemente el vértigo este que siempre me juega malas pasadas desde hace algún tiempo.

El médico recomendó que me quedara en observación. Yo, sinceramente, no quería. Escuchaba que mis padres me decían que de todas maneras me tenía que quedar internado en la clínica. Maldije por unos segundos a mis síntomas, pero por otro lado agradecí el estar en compañía y con medicación para mis males.
Dos enfermeras las cuales, para mi mala suerte, no vestían aquellas falditas blancas y blusitas apretaditas, sino unos pantalones azules y una blusa que parecía camisa de fuerza, quitaron el seguro de la camilla y me llevaron hasta mi habitación. En el ascensor conversaban sobre que número de cuarto es el que me habían asignado. Y una de ellas responde que era el 229. Yo, algo sedado, recordaba ese número. Lo había escuchado antes. Claro, que coincidencia para atípica. En ese mismo cuarto estuvo Pamela internada cuando tuvo aquel problema neurológico.

Ese mismo día Pame llegó y con algo de sorpresa me dijo: Yo he estado en esta misma habitación. Le respondí que sí, sí me había dado cuenta. Conversamos un poco ya que yo seguía con los estragos del Gravol intravenoso. Por lo que me cuenta mi querida enamorada, me encontró con la mirada perdida y que le hice una misma pregunta cuatro veces. Se preocupó bastante. Ahora ya ni caso me hace.

Los siguientes días en la clínica fueron poco interesantes. Cada cierto intervalo de horas venía alguna enfermera a ponerme un líquido transparente más en la vía que tenia incrustada en mi mano izquierda. No tenía ganas de ver televisión y la luz me jodía demasiado. Venía mi neurólogo quien, por suerte, es amigo de mis padres y era un trato súper cordial y ameno el que teníamos. El médico internista también daba su vuelta por el segundo piso de la clínica para ver al pesado y malhumorado paciente de la 229 y derivarlo a psiquiatría.

Me pareció peculiar la coincidencia de la habitación. Me pareció una experiencia no tan agradable el tener un mareo y sentirse mal en plena Javier Prado. Me pareció genial que un par de personas que no conozco me desearan pronta mejoría. Me pareció genial que la tomografía saliera negativa y que ahora este bien y dispuesto a seguir con este embarazoso espacio cibernético.
Contadores Gratis
Contadores Web
Free counter and web stats