jueves, 15 de enero de 2009

Tres


1
Vienes y tu sombra es verdadera.
Con los pasos fuertes y resplandeciendo un perfume
en el suelo de fuego que te rodea.
Mi cenicero se ha quebrado con tus ojos
y mis pupilas ensangrentadas
han llorado tu silencio.
La noche se cae en tiernos trozos
y la luna te moja de aquella luz tenue
que te hace humana.
Tu cabellera de arena intensa
sumerge los sueños propios
como queriendo esconder tus deseos.
Mis manos rozan tus pieles.
Mis poros seducidos por el sonido incesante de tu aroma
y tus dientes lentos
afirman el mito pasional de tu llegada.

Tus brazos como enredaderas irrompibles
y la lengua nocturna que extrañaba.
La manía tuya de poder mirar
mirarme
y no mirarme.
Taciturna y con los huesos dispuestos a nacer
con aliento de frenesí inconsciente.
Tus piernas de noche
son alcohol y humo sobrepuesto a cualquier tipo de sordidez.
Mi cuerpo no conoce segundos ni minutos
ni aire, ni oxigeno, ni verdades, ni mentiras.
Conoce el tuyo
que lo ha domado con la cándida mordida de tus labios
en lo imperfecto de la sangre humana
que vive en mí.

Mi vaso con agua ha vuelto a ver tu boca irse.
Los bramidos disonantes de mi mente
pisotean mis ojos aún agónicos y húmedos.
El sol
con rayos oblicuos
talla cada uno de tus vellos.
Tus pies firmes de brillante escepticismo amoroso
hacen el aire denso y lejano.
Las uñas corroídas por la epidermis rasgada
gotean partes de mi dorso.
El camino que dejas es rojo
lluvioso
fúnebre
triste.
Tu perfume arrastrando mis nervios.
Tu voz de árbol antiguo
queda siempre grabada en mi frente.
Y muero
Y muero
Y muero con tus palabras guardadas
y mi voz solo alcanza a pronunciar
tu espalda.
Tu espalda vertical
Tu espalda de epitafio.



2
Fue ahí en tu ombligo
que vi la noche iluminada por la silueta de una gata gris.
El sismo pardo de tus ojos
me convenció que tener mis manos atadas a tus poros
no era pecado.
No pude descansar antes.
No puedo hacerlo ahora.
Quizás tus piernas,
amarradas a mi espalda, me digan todo:
has creado lo indecible
y has prestado al aire
tu fragor
únicamente para sentir como tiritan
las agujas de aquel reloj maniático
y yo,
meditabundo,
me oculto de la oscuridad en tu ombligo.


3
Y los tratamientos de pieles
quedan postrados
en la urna rectangular.
Ya no inquietos.
Ya no punzantes.
El silencio del aire
quema mis manos.
Yo
solo sentí miedo
cuando mis pies tocaron el suelo,
aquella vez
que vi tu espalda
y dormias sin respirar
sin verme con ojos cerrados
sin sentir.
Sin silencio.
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