lunes, 4 de agosto de 2008

Dos segundos.


Estoy parado frente a la ventana, simplemente asomando mis pensamientos introvertidos y exponiéndolos a los mundanos. Estoy parado frente a la ventana grande y ceremoniosa de mi sala, sintiendo una brisa, unas chispas húmedas en mi frente, un saludo mudo de ‘buenas tardes’, un color gris redundante y algunas otras cosas más que mi limitado lenguaje no pueden explicar.

Estoy viendo pasar frente al azar de mi persiana, una fila de carros con las luces prendidas. El primero es grande y de color oscuro, casi como el cielo de la noche. Tiene unos arreglos florales amarrados y crucificados a los lados. El segundo es muy parecido, sólo un poco más ornamentado por aquellas casitas de polen y pétalos a punto de caerse. Los demás son automóviles del año, algunos europeos y uno que otro con las llantas relucientes. Hay gente dentro de estos. Todos andan sentados, vestidos de negro, como sintiendo una hecatombe interna, un cataclismo propio, un final inesperado, una fuga masiva de lágrimas clandestinas y cargadas de pensamientos. Como sintiendo algo, como sintiendo no cualquier cosa.

Una niña, gordita y cachetona, está sentada en el asiento posterior de un carro plomo. Es el cuarto de la fila. Ella, tiene un saquito color marrón, parece señora petiza, señora de nueve años con un cerquillo inocente y una bincha coquetona. Tiene los ojos rosados, las manos sirviendo de soporte para sus cansadas mejillas. Alza la mirada y me ve parado en la sala, frente a la ventana, como viendo una película, como viendo un espectáculo bizarro y quizás macabro, como viendo el final de la historia dramática o como viendo simplemente un cortejo fúnebre; de esos que todos los días pasan frente a mi casa, de esos que dicen que todos los días muere alguien y que algún día pasaré, quizás, por ahí también. Me mira por dos segundos eternos y, entre su mirada y la mía, hay un diálogo que, intuyo, debe ser telepático. Siento que me dice, con algo de rencor y una desidia propia de la edad, que por qué no fui yo el elegido para irse. Yo pienso que es muy probable que el cuerpo que yace inerte, en el primero de los carros, es de su padre, de su madre, de su hermano, de su hermana, de su tío o de su tía. ¡Qué se yo! Sus ojos se ponen mas rosados y se humedecen con una cálida lagrimilla. Pienso que no entiende lo que ha pasado o que no sabe lo que es la muerte y mucho menos lo que es la vida.

Siguen pasando los carros frente a mí. Debería estar acostumbrado a esta imagen. Debería sentir que es lo mismo de todos los días. Siguen pasando los carros y no puedo evitar estar triste. Volteo y veo a mi padre, mi madre, mis tíos y mis tías; celebrando la vida, celebrando el primer año de un ser que me mira con cara rara, un ser que me sonríe y me muestra esos dos dientecitos de leche y mueve las manos como diciendo: primo, tranquilo, todo está bien.

Paso y nadie se da cuenta que crucé frente a ellos. Casi piso la mano de mi prima que jugaba con unos cubos coloridos pegándolos unos con otros, formando una casa, una torre o algo así. Entro a la cocina sin saber por qué lo hago, hay una copa de vino a medias y centenares de platos en el fregadero. Me sirvo un vaso de gaseosa y lo bebo con amargura, con desazón, con la garganta rasgada, con el rostro de la pequeña en mi mente y con recuerdos en unas cuantas lágrimas empolvadas.

Llego a mi cuarto, prendo la luz y cierro la puerta. Pienso en la cantidad de personas que han pasado frente a mi ventana. Todas inertes, frías, azules, muertas al fin y al cabo.

Veo al techo y siento que me habla la pequeña del carro. La que intuyo es la hija, la sobrina o la hermana; del cuerpo y alma que yacía en el primer carro de aquella fila rumbo al nicho perpetuo de la fisonomía, de las carnes, de los huesos y de la sangre vacía de aquella persona. Siento que quiere seguir diciéndome algo, que quiere simplemente llorar y que la acompañe llorando aunque no la vea. Creo que me reclama y se propone hacerme entender que mi confesa conducta maricona en los velorios y funerales, es poco madura. Que ella con menos de la mitad de mi edad, está aguantando unas pequeñas gotitas saladas y aguantando las ganas de bajarse del carro e ir a jugar con sus muñecas. ¡Qué habrás querido decirme cachetona!

Caigo en sus peticiones y mis ojos se humedecen. Los tengo como vidrios, como cristales sucios y casi empañados. Intuyo que la niña está haciendo lo mismo. Tratando de ser fuerte, recibiendo abrazos por parte de los mayores, saludos de gente que ni conoce y algunas muestras de afecto que nunca antes había sentido.

Me limpio los ojos con una servilleta usada. La nariz con el mismo trozo de papel. No tengo idea porque hago esto, ni porque me acerqué a la ventana en ese instante. La fotografía en mi mente no es la de todos los días y tampoco tengo explicación para eso.

Salgo de mi cuarto, camino por el pasillo y llego a la sala. Me ofrecen una porción de torta cumpleañera y la recibo sin dubitaciones. Me acerco, casi por inercia, hacia la ventana, a la pantalla del cine, al escenario del teatro aquel que me acabo de construir solo. Veo a una señora cruzando la pista, un niño jugando con su padre a los soldados de guerra o a los gladiadores y al otro lado de la acera una niña, gordita y cachetona, sonriendo y cargando una muñeca chaposa en sus dos brazos rollizos. Me vibra el bolsillo derecho, siento un cosquilleo telefónico. Saco el celular y veo el nombre de mi enamorada en la pantalla blanca de aquel aparato pichiruchiento. Observo nuevamente por la ventana y contesto:

-¿Alo? Hola Pame. Te cuento que…
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